miércoles, 30 de abril de 2014

Un luto breve y violeta (domingo, 20 de abril de 2014)



           

            Recuerdo que de niño, durante la Semana Santa (o quizá sólo fuese el viernes y el sábado) se tapaban las imágenes de los retablos con grandes paños de color morado. Hace mucho que no lo veo hacer: a lo mejor era una costumbre de esas que el Concilio consideró negligibles, pero a mí me gustaba, dónde guardarían todas aquellas telas que cubrían el mobiliario de las iglesias, como esas mansiones vacías con todas las butacas en sus fundas. Cajones y cajones de las sacristías, o baúles y arcones repletos de seda violeta que sólo se sacaba durante tres días al año, uno y medio quizá.
            O quizá es que en un momento dado dejamos de ir a misa, y a los Oficios del jueves y viernes Santo, y a la Vigilia pascual del sábado, con los cirios y las velas donde poníamos nuestro nombre grabándolo con pimentón. No sé. También las cosas eran distintas según estuviésemos en la ciudad o en el pueblo (en la ciudad no había carracas por las calles, su tableteo estridente como ráfagas de ametralladora).
            El caso es que toda aquella simbología, todo ese ritual del que formábamos parte como actores y espectadores a la vez, fue pasando de lo esencial a lo accidental, de nuestra fe sencilla y profunda de niños al acto, a la representación, a la escenificación teatral, cultural, artística, aventuraríamos, turística, qué les voy a contar, patrimonial (de nuestro patrimonio material e inmaterial), etnográfica, en fin, religiosa, si me apuran, inclusive.
            El domingo de Resurrección se retiraban de nuevo aquellas colgaduras, aquellas riquísimas (sedas, gasas, terciopelos) vestiduras de luto. Y los ángeles volvían a revolotear en nuestro corazón.

                                                                   Eduardo Fraile

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