jueves, 3 de abril de 2014

Los quitadesayunos (sábado, 8 de septiembre de 2012)




         

          La melancolía es de color albivioleta, como la camiseta del Real Valladolid. Franjeada, barrada, como una cárcel mínima que creciera dentro de nosotros. Se acababa el verano (esos interminables veranos de la infancia) y una opresión inexplicable, que tenía que ver con la vuelta al colegio, nos encogía el corazón. Ya había que ponerse los jerséis y comerse las lágrimas.
          Quizá el azar nos concediese algunos días de propina, como los duros grandes que la abuela nos daba los domingos sentada en el cantón. Los 17 primos Valles nos poníamos en fila y ella iba depositando en cada mano una moneda, que sacaba de su hermosa cartera con abrochamientos dorados, como una primera comunión profana antes de subir las calzadas de la iglesia, cuyas campanas comenzaban a sonar.
          Pero sonaban ya dentro de nuestro pecho de niños, el sol alto, el olor a paja húmeda, los quitadesayunos en las eras… y el eco de esa vibración que hiere el aire, que se queja dulcísima (porque aquí el aire es femenino), llega nítido y sin mácula hasta el cielo de hoy.
        Hoy es quizá otro siglo (mire el lector la fecha en lo alto de esta página) y con seguridad nosotros, la palabra lo dice, no somos los que fuimos. ¿Qué hacer con esos días ya del futuro, ya del curso siguiente pero aún retardatarios, cómo hacer que duraran infinito?
            Y nos íbamos a pasear a las eras, ya desertadas, donde sólo quedaban las marcas de los montones de mies, redondos amarillos de trazado perfecto, como si naves extraterrestres hubiesen aterrizado allí días atrás. Y nos agachábamos a extraer –párvulos suspiros– unas pequeñas flores de color morado, a listas, que comenzaban a brotar por doquier…


Eduardo Fraile

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