sábado, 26 de septiembre de 2015

Las Ferias



Ya era terrible volver a la ciudad, dejar los bordes
del Paraíso (custodiado por la espada de fuego de unos ángeles
insobornables…) para que encima coincidiera con las Ferias y fiestas
de San Mateo. El nuevo curso
comenzaba, con sus libros nuevos olorosos de tinta,
sólo por las mañanas. Por las tardes
se supone que teníamos que ir a montarnos en los caballitos
de La Rubia. No sé qué cosa era peor.
Sin duda ir a las Ferias, sumirnos en un pozo
de supuesta alegría (del que intentaban en vano sacar agua la Noria
y los carruseles) y fingir que aquello nos gustaba
para engañar a nuestros padres. Cómo íbamos a decirles
que una angustia impropia de nuestra poca edad nos oprimía el corazón.
Y llorábamos
en los giros infernales de las atracciones
del recinto ferial. En la montaña rusa.
En los coches de choque. Menos mal que nunca nos llevaron al circo.
Y quizá en eso consistiera el secreto
de hacerse mayor. Quizá algún día
pudiéramos acariciar ese dolor como a un cachorro dócil
que nos lamiese las manos. Domar al potro
incandescente de la sangre. El tiempo
iría acomodándose quizás a la cadencia
de nuestro pulso, pero hasta entonces…
quizá no nos quedase otro remedio
que morir.

Eduardo Fraile

sábado, 19 de septiembre de 2015

El verano del primer amor



            Porque también hay ese verano (y es una fruta de oro que fulge en la memoria) en que conocimos el amor. Y no nos imaginábamos que el amor pudiera ser así. ¿Qué, quién, dónde estaba la llave que abría las puertas del Paraíso? De repente los árboles, las ranas, el río con sus cristales de vidriera de catedral, el Universo en suma, se nos presentaba con todos los colores. Era como si hasta entonces lo hubiéramos visto sólo en blanco y negro. Y casi dolía respirar de lo bien que sabía aquel aire, aquellos labios que acababan de despegarse de los nuestros. Y el tacto de aquella piel, que era como tocar a la vez todas las campanas del corazón.
            Nuestro río era demasiado pequeño para nadar en él, como mucho pescar algunos peces, meternos en el agua a ver si cogíamos cangrejos levantando las piedras, o mirar a las ranas, que espejeaban sus verdes hasta el infinito. Si volviésemos allí descubriríamos que todo sigue igual, que los colores no han perdido nitidez, incluso el aire huele como olía ese verano, detenido allí como en una burbuja, preservado en una urna de delgado cristal. Hay cosas que amarillean, recuerdos a los que también llega el otoño y acaban desprendiéndose de las ramas de los árboles. Pero ése no.
            Si volviésemos allí… Hubo una llave que nos abrió la puerta del amor, y existe otra para poder regresar. No se llama evocación, no se llama recuerdo, con lo bella que es esta palabra, que significa volver a pasar por el tamiz del corazón… no se llama nostalgia, ni melancolía. Hay una entrada secreta donde volveremos a vivir de verdad (es decir, por vez primera) aquel amor. Y se llama haber vencido los engranajes del tiempo, haber roto los grilletes que nos encadenaban a su linealidad. Y se llama reviviscencia (es decir, renacimiento). Y se llama resurrección.

Eduardo Fraile

sábado, 12 de septiembre de 2015

La quitalinderas



Nosotros no hemos dicho nunca ″excavadora″,
porque la primera excavadora que nos fue dado ver,
amarilla del todo, con algo de animal prehistórico,
fue la quitalinderas de Taxín, que se llamaría Tasio, Anastasio
(que significa el resucitado) o Atanasio (inmortal),
y la trajo el tío Salus para allanar las tierras
y que se pudieran cultivar bien con los tractores.
Ésa es toda la historia. Yo tenía 6 años
entonces, o sea que sería 1967 o por ahí
el año de la quitalinderas. Nuestro primo
Quique, si no lo fuera ya, se hizo el amo: por la noche,
aquellas noches grávidas del final del verano
que olían tanto a paja, a río donde croaban las ranas
y transitaban los cangrejos, íbamos a ver aquella máquina
quieta junto a su casa. Él llamaba a Taxín,
que estaría acabando de cenar, y nos metíamos todos
dentro de la pala, cuyos dientes brillaban a la luna:
Tasio, Taxín, Anastasio, Atanasio,
de nombre griego como los personajes de la Ilíada:
el conductor de la quitalinderas.
                                                 Y salía
enseguida, masticando aún, para ponerla en marcha
y subirnos en el cazo hasta arriba. No ha habido una noria
o un carrusel, ni las montañas rusas
modernas, que nos llenara de entusiasmo
(que significa tener un dios dentro de sí), de emoción semejante
a la que sentíamos allí, tocando los tejados,
extendiendo nuestras manos de niños hacia las estrellas.

Eduardo Fraile

sábado, 5 de septiembre de 2015

Dedicatorias



            Seguramente nuestros primeros libros llevan en sus dedicatorias el nombre de nuestro primer amor. Primer amor, primer libro, dos ―las dos― expresiones, materializaciones, encarnaciones del deseo purísimo. Cuando el enamorado es además escritor, todas las palabras vienen a rendir pleitesía al nombre del objeto de ese amor. De hecho, quizá todas las palabras sean en ese momento metáfora de la palabra primera, ésa, ese nombre con el que amanece cada día nuestra conciencia de ser. Luego ya vendrán otros nombres, que estaban ahí antes y que permanecerán después, incluso tras haberlos perdido para siempre. Y llegará el momento, sorprendente quizá, pues nunca pensamos que eso sucedería alguna vez, en que publicaremos libros sin dedicatoria.
            Conozco, he conocido casos en que las dedicatorias son fieles, persistentes y constantes como órbitas planetarias. Y he comprobado también que esa perseverancia nunca ha sido correspondida por su destinataria, que posiblemente no lea esos libros ya, si leyó alguno alguna vez. Otros ejemplos cercanos me presentan a un padre cuya hija le fuera arrebatada y a la que no volvió a ver desde los 4 años. Quizá ella, la posibilidad de recobrarla, sea el único motivo por el que sigue escribiendo novelas.
            ¿Para quién escribimos? ¿Por qué lo hacemos? Atenuada ya la soberbia de la juventud quizá no busquemos reconocimiento, ni siquiera correspondencia, y hayamos comprendido ―si hemos llegado a ser quienes quisimos ser― que nuestras obras ―nuestros frutos―, incluso si pudieran merecer alguna aceptación, más que a nuestros propios méritos se lo deberán a aquellos en quienes no pensamos jamás. El árbol no piensa en quién comerá sus manzanas. O quizá sí… Y se las ofrece al Universo, a los pájaros, al aire, sin esperar a cambio ningún premio.

Eduardo Fraile