sábado, 26 de diciembre de 2015

Las tres huchas

            Mi padre hizo tres huchas con tres botes de conserva, a los que encajó una tapa de madera con ranura. Le vi, le vuelvo a ver ahora cómo serraba aquellas ruedas como para hacer un carretón y luego las lijaba y… a base de clavar muchas veces una punta, conseguía calar la suficiente abertura para las monedas. Los botes eran bastante alargados, y nos dio uno a cada uno.
 ―En éste meteremos las perras chicas. En este otro las perras gordas, y aquí, en el tuyo, las monedas de dos reales. Cuando tengamos muchas se las llevaremos al señor Pepe para que no le falte cambio en la panadería.
             Eran tres botes porque aún no había nacido la Nena. Yo tenía 3 años y bajaba con mi madre a hacer la compra por el barrio, o con la Hortensia, que era la hija de la señora Riansares, la del 1º derecha, y nos cuidaba a nosotros y a veces ayudaba a mi madre en las faenas de la casa.
            ―No seáis malos y portaos bien. Se queda la Hortensia con vosotros mientras voy a la compra.
            Yo ya entendía bien los cambios del dinero (aunque no su valor). Era como un juego al que jugaban los mayores con las monedas. Al año siguiente, con 4 años, ya iba yo solo a los recados, cuando llevaron a mi padre al hospital.
             Aquel día mi madre me mandó a comprar patatas. Teníamos un serillo de paja con base de madera (algo así como la de las tapas de las huchas), y puse dentro la moneda de 25 pesetas que me dio. Encontré a la Hortensia camino de la frutería y me cogió la cesta. Le dije que dentro había puesto una moneda de 25 pesetas para que no se me perdiera. Ella miró dentro, metió la mano como rebuscando…
             ―Aquí no hay ninguna moneda. Se te ha debido de caer según venías corriendo ―dijo, y nos pusimos a buscarla deshaciendo el camino hasta el portal de San Telesforo 10.
          No apareció. Hoy sé que ella la robó. Entonces yo no podía entender aquella escena. Yo estaba segurísimo de que la moneda no se me había caído (puesto que iba oyéndola golpear contra la base de madera) y que seguía allí cuando la Hortensia me cogió el capazo. Lloré mucho. Mi madre no le dio importancia, más bien todo lo contrario:
 ―Tonto, no llores, que eso le puede pasar a cualquiera.
             A cualquiera sí, pero a mí no. Yo sabía bien que a mí no se me había perdido el dinero, pero era aún lo bastante inocente para darme cuenta de lo que había sucedido en realidad. Mi madre, a pesar de su bondad infinita, sí lo comprendió. Y ahora, hoy, tantos años después, entiendo también por qué no volvió la Hortensia a nuestra casa.


Eduardo Fraile

sábado, 19 de diciembre de 2015

La propina

Ya estaba la portada vestida de domingo,
recamada de sol, pespunteada por un leve brodoneo de abejas,
y antes de prepararse para subir las gradas de la iglesia
la abuela tomaba su cartera y salía a aposentarse en el cantón.
Su monedero negro de suavísima piel, grande como abanico,
y cierre de presión en dos garbanzos de oro. Los 17 primos
ya la esperábamos en el portal o en la calle
(calle del Río, 6), expectantes y nuevos,
con zapatos bien limpios, con las orejas lavadas
y la ropa de fiesta. Ella decía:
A ver, poneos en fila. Y uno a uno
nos iba dando una peseta de propina.
Una rubia y reluciente moneda, como un pan recién hecho,
como una comunión laica y previa a la de la misa
(y ya tocaban primeras), que todavía no podíamos tomar
los más pequeños. Luego, a la salida iríamos corriendo
a gastar ese óbolo donde la Nazaria,
o más tarde donde la señora Guillerma, o la ʺEnemesiaʺ,
que vendían en su casa pipas y chucherías, eran
regaliz de Zara, chicles Bazoka, magdalenas de Proust…

Eduardo Fraile

sábado, 12 de diciembre de 2015

El escaño

No era éste, éste vino después, cuando murió tío Evaristo
(que en mi memoria tiene los rasgos de Don Quijote)
y la abuela lo trajo de su casa de la calle Los Crespos
y mandó hacer leña del suyo, viejísimo, hermosísimo,
donde comíamos nosotros, donde echábamos la siesta
con los gatos, un mundo
dentro del mundo mayor de la cocina y la despensa,
pero también infinito, pero también perecedero
(o sea, mortal) y por lo tanto susceptible de belleza,
de habitabilidad y de amor… El escaño,
que fue el trono de nuestro reino los primeros veranos
de nuestra vida… Pero éste, extrañamente, sobrevivió a la casa,
al sistema solar donde gravitó nuestra niñez, a la muerte
de los abuelos y a la dispersión y a la transmutación y al olvido…
El escaño, un objeto
poderoso, emblemático, poseedor de la memoria y el tiempo,
puerta y llave a la vez, magdalena de Proust.
Éste y aquél. Donde estoy sentado ahora. Donde escribo.


Eduardo Fraile

sábado, 5 de diciembre de 2015

Las nieblas

           Parecía que las nieblas eran cosa del pasado, como nuestra infancia, como si su desaparición hubiese sido un efecto natural del desarrollismo, de la modernidad, y de golpe volvían con la crisis, recalcitrantes, ominosas, con su olor a abrigos viejos y a postguerra. Las nieblas de Valladolid, el eterno catarro del Pisuerga.
             Y durante un tiempo tuvieron para nosotros un halo romántico (pero romántico del Romanticismo) y eran la bufanda natural sobrepuesta a nuestra bufanda de artista adolescente que llevábamos al cuello día y noche, en invierno y verano, como debía ser. Largos abrigos, tabaco negro de cajetillas francesas, Gitanes, Caporal, Celtas cortos, jerseys que nos tejían nuestras novias.
           Porque quizá nuestra imagen del romanticismo era más bien existencialista, la Náusea, L’être et le néant, la nada, la nonada, la pura ingravidez de vivir con muy poco dinero y sueños desmesurados, pisando la dudosa luz del día, la nebulosa luz del Purgatorio perpetuo que habríamos de atravesar hasta llegar a la Fama (que era una marca de dulce de membrillo), el reconocimiento y el Premio Nobel de Literatura.
           Qué cara de importancia poníamos, por Dios. Nuestro gesto era de úlcera de estómago (de conflicto interior), de que la unión de dos palabras (que nosotros estábamos en trance de favorecer) haría saltar la chispa que salvara al Universo, o poco menos. Pero el Universo había estallado ya hacía miles de millones de años luz, al otro lado de nuestra bendita niebla, y nosotros venga a querer crearlo de nuevo por pura y deliciosa estupidez, sin enterarnos…


Eduardo Fraile

sábado, 28 de noviembre de 2015

Las pesas

Las pesas del reloj de pared, que iban bajando
según se le acababa la cuerda, y tocaban casi el suelo, y era como si el reloj se                                                                                                         [pusiera de puntillas.        
Entonces el tío Emeterio se subía a un taburete
con la llave en la mano, y volvía a dar cuerda al reloj,
con su hermosísimo péndulo
dorado y gravitacional
cuyo fiel rasgaba el aire fresco de la sala
de nuevo. Porque aquel era el corazón de la casa
y no había que dejar que se pararan sus latidos, su música,
su carillón. Nosotros
también queríamos dar cuerda a aquel juguete
que marcaba las horas del verano, y el tío Eme nos aupaba
por las axilas y nos dejaba intentarlo.
Aun a dos manos (nuestras manecillas
de niños de ciudad) no podíamos izar una pizca aquellas pesas
de oro inmemorial.


Eduardo Fraile

sábado, 21 de noviembre de 2015

Los baúles II

Los baúles exhalaban un olor mezcla de naftalina,
lienzos, madera, tiempo, melancolía…
Quizá llevaban cerrados largas décadas
o contenían el ajuar de alguna de las bisabuelas,
todo bordado con sus iniciales y que nunca llegaron a estrenar…
Tardes soleadas de sus infancias dedicadas a labrar
(a hacer labor) para cuando llegaran a casarse,
y luego se casaban o no (quedarse para vestir santos,
se decía), pero de cualquier manera esas sábanas delicadísimas
no se usaban jamás. Quien haya entrado
en una casa de adobe y de vigas de madera
con frescor de cántaros y una colmena en el desván…
Quien haya respirado ese aire como venido de otra época
y se haya sobrecogido ante el silencio maravilloso
que habita en su interior, sabe de lo que hablo.
Porque los baúles olían así, a eso, a ese misterio
sin resolver, porque nunca se abrían,
su misión era estar en las alcobas
quietos, como dormidos, decididos a esperar
eternidades…


Eduardo Fraile

sábado, 14 de noviembre de 2015

Inés Arrimadas

Ella es el hecho diferencial, de azul eléctrico
entre la grisura mediocre de los patanes. Su belleza novísima
(porque la belleza es siempre por primera vez), su voz valiente
y clara acariciándonos. Quizá este despropósito,
la Náusea que sentimos al oír el martilleo
recalcitrante de quienes han cortado las bolsas que sonaban,
que tintineaban como risas de doncellas,
y un ala de cada parvulito… quizá los altos cielos
arañados de Cataluña (o de Catalomnia, como soñaran megalómanos)
hayan tenido que sangrar para que Inés surgiera
como Juana de Arco y se encarame a la muralla del hastío
y del vómito con su mirada de flecha natural.
No ha nacido una estrella (la que ella lleva dentro),
simplemente una mujer arde en la oscuridad
de las cavas de la ignominia,
                                            y amanece.


Eduardo Fraile

sábado, 7 de noviembre de 2015

«El Auto»

Creo haber hablado en otras páginas
de mis libros de aquel Coche de línea que nos llevaba al Paraíso
de la casa sin fin de la abuela Evarista
los veranos de Castrodeza. Hoy quiero fijarme, detenerme
en la parada de la carretera de su sucesor, ya más parecido a los autocares
de hoy. De hecho ya se decía ʺel Autoʺ
también, como entonces ʺel Cocheʺ, con esa mayúscula invisible
y enfática que le confería autoridad
(y dignidad y poder) sobre el espacio y el tiempo.
                                                                            Ya éramos adolescentes,
ya viajábamos solos de la ciudad al pueblo y viceversa,
ahora a la casa de Don Pedro, que fue un veterinario
de Castrodeza (el abuelo Bernardino
nos dejó esa casa insólita, que sería mi primer estudio
de escritor, cuando murió la abuela). El conductor, Teodoro,
y el cobrador, Alejandro, gobernaban el coche, el autocar de los 70,
de los 80 inclusive, ya los últimos guías,
dominadores de elefantes metálicos.
                                                       Era de color café con leche,
feo y petardeante, prismático, paradigmático…
Llevaba las sacas del correo en la bodega
con nuestros equipajes, oscilaba como péndulo de reloj o de metrónomo
4 veces al día, y nos veía crecer…
Tras un verano no volví
a la ciudad, al curso (al curso natural de los acontecimientos)…
En adelante el Auto me traería y llevaría de mi corazón
a los libros que habría de escribir
en soledad…

sábado, 31 de octubre de 2015

La Fábrica



La Fábrica, su presencia ominosa, las paredes en ruinas
(con claros vestigios del incendio que la destruyó), y el silencio,
sobre todo el silencio que la envolvía, el misterio
que nos atraía a aquel lugar y a la vez nos rechazaba,
como si estuviera rodeada por una valla de alta tensión.
Nada nos impedía ir hasta allí, de hecho fuimos varias veces,
pero se respiraba mal, como si hubiese sido el escenario de un crimen.
¿Lo fue? ¿Qué pasó? ¿Por qué nadie nos decía nada
cuando preguntábamos? ¡Cosas de la guerra!,
fue todo lo que llegaron a explicarnos. ¡No vayáis a jugar por allí,
que podéis caeros en la presa! La presa
ya no tenía agua como la del molino del tío Félix,
que estaba más abajo y todavía funcionaba.
La Fábrica había sido una fábrica de harinas
y estaba así desde la Guerra. O la postguerra. Eso era todo
(al menos la versión oficial). Pero los niños saben,
intuyen, notan cosas que corroborarán
muchos años después. El tiempo
se adensa, se detiene, se embalsa en ciertas presas
que luego moverán ruedas de molino,
y esos molinos triturarán nuestras palabras, nuestra sangre,
el trigo y el latín, el oro puro
de nuestra infancia, de nuestra memoria,
hasta que caiga en un costal la delicada harina
de la verdad…

Eduardo Fraile

sábado, 24 de octubre de 2015

Murakamiana



            Todos los otoños llega Murakami a los escaparates de las librerías. La caída de las hojas de los árboles se hace metáfora, o se materializa, o alcanza su mejor imagen en las novedades de las editoriales. Pero lo de Murakami ya se ha convertido últimamente en una nueva estación que sus lectores esperamos impacientes.
            Pimball 1973, que no había sido traducida al español, se asoma este mes de octubre, unos días antes de fallarse el Premio Nobel, un año que el autor no tiene nuevo libro, a nuestras librerías (las que todavía no han cerrado). Se trata de dos novelas breves, las primeras obras del autor japonés, sí conocidas en el mercado anglosajón, además del de su propio país. Suena un poco todo a operación de marketing: a ver si los murakamistas (o murakamianos) nos retratamos ante las cajas registradoras. Y seguramente eso sea, pero el lector va a encontrarse con una descomunal sorpresa al llegar a Pimball 1973.
            Escucha la canción del viento tiene el valor documental de ser la primera obra de Haruki Murakami. Él nos desvela en el sabroso prólogo a esta edición cómo escribió su primera tentativa de novela en inglés, idioma que no dominaba suficientemente, y luego tradujo al japonés aquellas frases escuetas y de sintaxis envarada. Pero Pimball 1973, si nos dijeran que era la última creación de su autor nos lo hubiéramos creído a pies juntillas.
            Es magnífica, con toda la magia de sus grandes novelas. Incluso algunos detalles nos harían jurar que ha sido escrita ayer (conversación sobre hardware y software con un empleado de la compañía telefónica). Pero ayer, desde aquella consecución juvenil de gran maestro, es hoy y para nuestro deleite de lectores, siempre.
            ¡Ah! Y el ángel que hay en todas sus novelas, en este caso son dos: ¡gemelas!

Eduardo Fraile

sábado, 17 de octubre de 2015

Imagen del otoño



            En la primavera de nuestra edad amamos el otoño. Nos atrae, nos seduce esa cadencia, ese vencimiento natural de las cosas, el hecho de que la vida comience a preparar las maletas. Hay un halo como de anunciada tragedia en el paisaje (es el atardecer de la Naturaleza) del que milagrosamente permanecemos exentos, es decir, espectadores. Tenemos tanta vitalidad, que incluso la visión de la muerte no nos toca, o nos toca sólo líricamente.
            La juventud es épica, la madurez es lírica, la ancianidad es simplemente dramática. Supongo que a lo que se pudre, a lo que cae (incluso con belleza) no le gusta la caída, ni la putrefacción. Y esas imágenes del otoño, con sus hojas por el suelo, como los folios perdidos de un poeta maldito (Verlaine, digamos: les sanglots longs des violons en automme…/ los largos sollozos de los violines en otoño…) no nos harán tanta gracia cuando seamos nosotros el árbol desnudándose.
            Y nos encanta en esa primavera de la vida Vivaldi, sus violines, precisamente, que hieren nuestro corazón con… ¿monótona languidez? No, más bien todo lo contrario, amenizando la fiesta de la vendimia, dionisíacos. El otoño de verdad es Albinoni, y, ciertamente, Beethoven. Ellos sí saben herir donde más duele.
            La caída de los ángeles tuvo que ser un otoño… O no, a lo mejor era ya invierno, con las primeras nevadas…

Eduardo Fraile