sábado, 30 de diciembre de 2017

Calle Porvenir IV

         No sé por qué escribo tanto de la calle Porvenir, quizá por su nombre tintineante como la campanilla de los monaguillos cuando íbamos a misa en Castrodeza, los veranos de nuestra niñez. Una campanilla de bronce que retiñe en el recuerdo. Es curioso cómo sólo podemos llegar al futuro desde la evocación, es decir, desde el pasado. Quizá cuando entreveíamos esa extensa llanura de horizonte inalcanzable no nos dábamos cuenta de que algún día cruzaríamos la línea, que la estábamos cruzando ya de alguna secreta manera, que la cruzamos siempre en un presente eterno, pero que sólo nuestros yoes sucesivos que dejamos atrás tienen la perspectiva para poderlo ver.
            Ahora yo voy andando por esta calle breve, estrecha en su comienzo pero que se remansa hacia la mitad en un pequeño parque con bancos pero sin columpios, como si se tratara de un mero trámite para llegar a la plaza de los Vadillos, y delante de mí veo a una madre que lleva en torno a cuatro niños con bufandas y capuchas azules. Dos niñas con coletas, dos niños en los que reconozco un aire familiar. El lector sabe ya que ella es mi madre, y esos cuatro niños mis hermanos y yo. Pero yo voy distraído y aún no les he visto las caras. Un olor fuerte, de manzanas en fermentación, me hace estornudar.
Toma, hijo (y ella me da un pañuelo bordado con mis iniciales).
Gracias, mamá, me oigo decir con una voz que no es la mía, que quizá lo fue pero que me resulta chocante, como cuando nos oíamos grabados en los primeros magnetófonos.
Tapaos la nariz hasta que pase la fábrica de sidra. Y nos subimos la bufanda hasta los ojos.
           Cuando quiero devolverle el pañuelo mojado con mis lágrimas, ella ya no está. Y me despierto.


Eduardo Fraile

sábado, 23 de diciembre de 2017

Regreso al Paraíso

            Los años de La Luna fueron los años de mi juventud, de los verdes laureles de las palabras escritas en servilletas de papel, en los márgenes de hojas de periódico, en precintos de cajetillas de tabaco… Quizás en todas partes menos en rectos folios El Galgo Parchemin, que sólo usaríamos al poner en limpio aquella cosecha de versos ocasionales y de amores imposibles. No nos daba vergüenza tomar aquellas notas entre sorbo y sorbo de un café con leche que nos duraba horas, eras, edades de ser pobres de dinero y ricos de aventura. No sólo no nos daba vergüenza, sino que posábamos, incluso, se podría decir. Éramos eso, queríamos ser eso, perseguíamos esa imagen de nosotros con ahínco y pasión. Las horas de La Luna nos justificaban, me justificaban, la magra mies de versos espigados del corazón, directamente, eran alegría y alimento y tesoro todo junto.
            Tony me miraba desde la barra, y me sonreía. A veces estaba sólo él, a veces Nines, a veces Josechu. Tony había venido de la verde y húmeda Asturias, tenía un bigote rubio de marinero, era elegante y culto, y no sé, le debí de caer bien. Rondaría los 30, esa edad desde la que las aguas, las olas, se movían más tranquilas, o que él sabía dominar mejor que alguien como yo, que comenzaba a querer comprarse un barco algún día, por decirlo de alguna manera. Era aparejador, que no sé muy bien, incluso hoy, qué cosa significa, y transformó de golpe una taberna de barrio (Vinos el Segoviano, en la plaza Cruz Verde) en el café La Luna: un cubo de luz, de gracia y de qué sé yo cuántas cosas más, todas buenas, todas maravillosas, como las chicas que iban por allí. Yo Había pasado unos años en Castrodeza, en una especie de noviciado de escritor, recluido con una máquina Royal que compré a través de los anuncios por palabras de El Norte de Castilla, y una noche, en la ciudad, volviendo a casa de mis padres, me fascinó ese trozo de paraíso, ya digo, que atisbé tras las ventanas que daban a José María Lacort.
            Ya estaba bien de combate con uno mismo, en soledad. Yo quería de golpe estar allí, junto a alguna de aquellas muchachas de belleza infinita. Así que al día siguiente entré en La Luna como quien vuelve al jardín del que fuera expulsado por unos ángeles de mirada flamígera, de espadas como labios, no sé, de alas como versos de luz. No había nadie aún. Y me pedí el primer café con leche de aquella mañana de noviembre o diciembre, con niebla y con bufanda. Y saqué un cuaderno de mi bolsa de tela, y me puse a escribir.
Y pasó un ángel largo y elemental de un par de horas que se me fueron volando. Me sacó de mi ensimismamiento la voz de Tony, que había salido de la barra y me ponía delante otro café:
A este te invito yo, poeta.
Fue la primera vez que alguien me llamó así, poeta, que era lo que yo quería ser. Hoy sé, hoy lo veo así, que esa primera frase del propietario de La Luna (¡del dueño de la luna, nada menos!) me armaba caballero, era el espaldarazo con la suavísima espada de una sonrisa rubia, prolongada por su bigote de lobo de mar. Luego, mucho tiempo después, vendrían quizá los libros, los premios, las entrevistas, lo que tuviese que venir. Quizá los sueños se irían convirtiendo en realidad. Pero mi primera consagración fue ésa, como si con aquellas palabras Tony me abriera literalmente la puerta de la luna, la entrada a un ámbito distinto, que estaba en la realidad pero que se elevaba a otro nivel, a partir de ahí. Como si regresase al Paraíso.


Eduardo Fraile

sábado, 16 de diciembre de 2017

Se están diciendo adiós

Se están diciendo adiós, pero parecería justo lo contrario. Se besan desaforadamente, con los ojos abiertos, asomándose al abismo que van a abrir entre ellos y al que se precipitarán. Ella me recuerda a quien fuiste conmigo, el pelo a la garçon, unos pendientes de plata resbalando sobre el lóbulo. Él me recuerda  a mí. Se besan como ciegos los rostros, la mirada. Como si no se conocieran de memoria cada centímetro de sed, cada oasis, cada hoja de cada palmera y cada nervadura de cada una de esas hojas. Se desean a muerte una vez más, más allá del deseo. No hablan. Se lo dicen todo a tal velocidad que quedan excluidas las palabras. Dios, qué hermosos son en el dolor de la pérdida, qué belleza más insoportable les arrebata de sí. No es justo. No se merecen el sufrimiento, la agonía del improbable futuro un futuro donde no estarán juntos, la aniquilación. Saben que van a buscarse el uno al otro en otros (lo saben sin saberlo del todo, sin quererlo saber bien, sabiéndolo exactamente), pero que no volverán a encontrarse jamás.



Eduardo Fraile

sábado, 9 de diciembre de 2017

Julie Andrieu

        Abundan (foisonnent) en nuestra televisión los programas de cocina. No aburriré al lector español enumerándolos. Hay, incluso, concursos donde lo fundamental no es enseñar a cocinar, sino el espectáculo, el reality show, como quieran ustedes llamarlo. Qué asco me dan. Con la comida que desperdician se podría alimentar un pequeño país. Pero la egolatría de quienes los presentan o dirigen… ¡eso sí que es un enorme e inmensurable país!, por lo menos del tamaño de su estupidez. Santo Dios.
       Yo cocino. Me las apaño con sencillez y naturalidad. Voy muy poco a restaurantes, porque escribir es llorar y a veces conformarse con un plato de metáforas, y porque soy francés en los horarios: comida sobre la 1 y merienda-cena a las 7, y esto no casa bien con nuestra tardía costumbre nacional. A veces algún amigo me lleva a conocer nuevos templos de la gastronomía… o en los viajes, pues qué quieren que les diga, siempre hay ese doble jet-lag en el que sumergirse lost in translation: temporal y culinario.
         La cosa es que la 2 de Televisión Española ha comenzado a emitir un programa, francés precisamente, Les carnets de Julie, que está dejando en muy mal lugar, por comparación, a nuestras producciones autóctonas. Qué delicia, qué sabiduría… ¡y qué belleza! Qué ángel con las alas plegadas en la espalda. Sus manos grandes y hermosas como las de mi madre, el fuselaje de sus manos, hubiera dicho Proust: le fuselage de ses mains, en una expresión maravillosa y exacta, manos ahusadas (fuselaje quiere decir con forma de huso, el huso de las ruecas de hilar de nuestras bisabuelas), manos de luz atravesando una vidriera gótica. Julie en su pequeño y coqueto deportivo rojo de los 70 desplazándose en el espacio y el tiempo de la geografía francesa… o de nuestro corazón.
              Ella es el hilo conductor de un viaje por cada una de las regiones de Francia, y se va encontrando con la historia, los monumentos, el paisaje, la gastronomía. Y queda con diferentes personas que le descubren este plato (y lo cocinan juntos) o aquel postre, o tal licor o cual queso. De manera ágil y elegante aprendemos y visitamos, tomamos nota con ella en su cuaderno de las distintas recetas tradicionales y del modo de hacerlas… Mientras conduce va cantando. Mientras cocina, habla con los depositarios de esa sabiduría ancestral, tradicional… y mientras come, disfruta y define con propiedad de gourmet (y de gourmande).
       Al final de cada viaje todos los invitados se reúnen y comparten sus especialidades en un banquete. Así se honra el buen hacer, el arte, la tradición, la historia y el futuro. Un brindis. Nadie de los presentes es un chef con estrellas Michelin. El único Michelin es el cochecito de Julie Andrieu, y ella la estrella.


Eduardo Fraile

martes, 5 de diciembre de 2017

Artículo de Óscar Esquivias

*Donde dice: "el poeta que va en avanzadilla", debería decir: "el poema que va en avanzadilla"

Con el novelista Óscar Esquivias y el poeta José Gutiérrez Román en el Homenaje a Tino Barriuso (Burgos, 30 de noviembre de 2017)

sábado, 2 de diciembre de 2017

Alonso Cordel

            Uno de los personajes que iba mucho a la Luna era Alonso Cordel, el editor de Balneario escrito. Su nombre real era Pedro Gómez Cornejo, y trabajaba de distribuidor de libros (Seix-Barral/ Libros Enlace). Vivía en la calle Juan Mambrilla, en el número 13. Siempre que paso por allí, miro ese balcón del entresuelo que durante unos años, los primeros 80, fue Historia de la Literatura.
           Era alto, delgado, con barba entrecana y todo el pelo alborotado. Los ojos muy abiertos, como de búho… La verdad es que la primera vez que le veías impresionaba. El rostro muy trabajado, no sé, tendría 40 o por ahí, un tío mayor para nosotros, que iniciábamos los 20, la década de los 80, los años de nuestra luminosa juventud. Pienso mucho en él estos días, cuando alguien que se le parece abrumadoramente entra en el café donde tomo estas notas a vuelapluma. Parecería como si el futuro, lo que quiera que fuese eso a lo que aspirábamos a encaramarnos, quisiera ponerme delante su retrato definitivo. Pedro, joder, persiguiéndome todavía a estas alturas.
        Hubiera podido ser mi primer editor. De hecho, leyó mi manuscrito de Hiéndeme luna góndola, que compuse en su mayoría en los ángulos diáfanos de aquel espacio mágico que nos contuvo a ambos en algunos momentos… ¡Y lo iba a publicar en Balneario! Pero de pronto desapareció de la circulación. Dejó la casa (la de Juan Mambrilla, con todos los libros, y la de Villabáñez), dimitió del trabajo, se fue de la ciudad, nadie supimos dónde. Tenía todos los visos de ser un asunto sentimental, pero no regresó. Ahí acabó la colección Balneario escrito, con mi libro a las puertas… Al cabo de los años recuperé su pista en Zaragoza, donde se había radicado definitivamente. Incluso cuando la Expo del Agua en aquella ciudad, ya en este siglo, me consiguió un recital y volvimos a darnos un abrazo, veinticinco años después.
           Me recitó de memoria uno de los poemas de aquel libro que nunca intenté publicar luego ─de hecho es uno de mis inéditos─, uno que empezaba: "No sería el alcohol una distancia/ suficiente hasta el templo…" Aquel libro era suyo y bien está que siga siendo así. Al volver a Valladolid tras aquellos días junto al Ebro, vine leyendo en el tren composiciones nuevas muy distintas a las de Épica inversa o En un vértice agudo y penetrante, las cosas que yo conservaba de él. Estas situaciones sí son de verdad un regreso al futuro, con toda su extrañeza, su incredulidad y su estupefacción.
            Casi se habían invertido los papeles, ahora leía yo un inédito suyo, Kermesse en la azotea, con ojos de editor. Creo que luego escribí para él un prólogo o algo, que se titulaba Retrato inverso de Alonso Cordel, jugando con el título de su libro inaugural en Balneario. La vida pasa. O no. Sí, los que pasamos somos nosotros por el borde de una hoja de lechuga, como caracoles. Nuestro rastro quizá pueda ser leído, o amado, o descubierto por una lejana civilización. Nuestras palabras que hicieron más deslizante el suelo de este mundo. Nuestra baba de oro, nuestras lágrimas como piedras preciosas…


Eduardo Fraile

sábado, 25 de noviembre de 2017

El año del búho

El año se divide en dos partes simétricas: los meses
de las golondrinas y los meses del búho. De mitad de septiembre
a mediados de marzo, es el reino del búho. Se diría
que ambas especies fuesen incompatible, o que se repartieran
amistosamente el espacio (o el tiempo, mejor dicho) en mi corral
de Castrodeza. Durante el verano
le echo de menos a él, e imagino dónde se refugia
del calor. O quizá sólo sale a cazar en las horas de la noche…
Ya por el mes de octubre, incluso en este otoño prolongadamente estival,
el búho se instala en las ramas del almendro
y me mira. Me observa. Me ve…
hasta que le descubro disfrazado de corteza desprendiéndose
del tronco, y entonces se echa a volar
discretamente.
Lo excepcional, lo insólito, porque lo contemplo por primera vez,
es que hoy ha levantado el vuelo
en pareja.


Eduardo Fraile

sábado, 18 de noviembre de 2017

Inés

Mis ojos te descubren entre la multitud. Brillas
con una luz distinta. Aunque yo no quisiera
mirarte, ¿cómo saldría del laberinto de la noche
sin que me lleves de la mano? Te veo
y el universo comienza a sonreír.
Y amanece.

*

Mis ojos te descubren entre la multitud. Incluso antes
de que yo les ordene como a perros
rastreadores:¡buscadla!, te han hallado ya.
La velocidad del deseo > la velocidad de la luz.

*

Mis ojos te descubren entre la multitud.
¿Qué les lleva hacia ti? ¿Hay una fuerza
de gravitación de las miradas? ¿Cómo formularíamos
esa Ley? Te encuentro como una aguja de oro
en el pajar del universo. Pero tú ya me mirabas a mí…


Eduardo Fraile

sábado, 11 de noviembre de 2017

Los que ligaban tanto

         Quiero acordarme hoy de aquellos que ligaban mucho y a los que yo, que hacía horas y horas en el Café La Luna (la primera Luna de Tony, entre el 79 y el 83), observaba con atención y con envidia cochina. Y me iba dando cuenta de que eso de ligar era para ellos una especie de sacerdocio, vamos, como para mí la poesía, y que ponían en ello pasión (vocación), pero sobre todo dedicación. Dedicación exclusiva. El genio es una larga paciencia (Baudelaire, creo).
         Con estupor, con espanto casi, y hasta con rubor que me calentaba las orejas que sostenían el laurel de mis metáforas, les veía cada día con una (cada día con otra) chica distinta, guapas a rabiar, perturbadoras y desestructurantes. ¿De dónde las sacaban? Y meditaba yo mucho sobre el hecho evidente de que seguramente no las merecieran, y que esto no era cuestión de cualidades (ser guapo, o encantador, o tener éxito o dinero…) ¿Qué veían en ellos? ¿Cuál era su secreto?
          Con alguno incluso llegué a hablar tiempo después, cuando yo también quizás era observado por otros que pensarían de mí cosas parecidas. Y durante unos años ligué lo mío, aunque me esté mal el decirlo. Pero yo tuve que tomar una decisión (o es el destino ─o el azar─ el que decide por nosotros).
        Tiene Proust una maravillosa digresión en algún momento de su obra, y que suscribo con mi vida totalmente, relativa a nuestra querida o buscada o elegida o aceptada soledad. Nos hemos dedicado a los libros y todos los días volvemos a casa con libros de la mano (algunos comprados en las librerías, otros que alguien nos ha regalado con su firma), y al abrir el buzón quizá nos espere alguno más, que algún autor novel o alguna editorial nos envían. Si toda esa dedicación la hubiésemos puesto en las mujeres ─y en mi caso he gastado también en ellas, en su compañía o en su ausencia, buena parte de mi tiempo─ todos los días volveríamos a casa con alguna maravillosa criatura de la mano.
          Hoy he vuelto a casa doblemente solo. Con libros, efectivamente. Pero me he cruzado en la calle Mantería (muy cerca de La Luna, ay, que ya cerró el pasado mes de julio y espera resignada su demolición) con uno de aquellos tíos que ligaban tanto. Y tan bien. Estaba igual. Con 35 años más, con el pelo blanco, pero igual, con la misma actitud. Y una milésima de segundo nuestras miradas se han cruzado, reconociéndose. Estoy seguro que él también habrá pensado alguna vez en mí, a lo largo de todos estos años. O quizá no. Quizá tenga alguno de mis libros y recuerde los días ─las noches─ de nuestra juventud. Nunca supe su nombre. No le había vuelto a ver desde el siglo pasado…digamos, quizá, desde que entré en mi celda, en mi estudio, y me puse a hacer aquello que tenía que hacer. ¡Joder, el poeta!, se habrá dicho, asustado de los años que han pasado por mí. No por él, en efecto. Estaba igual… Pero algo faltaba en su retrato milagroso de Dorian Gray: estaba solo.


Eduardo Fraile

sábado, 4 de noviembre de 2017

Jerónimo Rodríguez

            Las palabras son soledad (Henry Miller). Las palabras que salen a buscar el camino de regreso, las palabras que parten a conquistar tierras lejanas, las palabras que nos decimos para evitar la noche (o para que no llegue nunca a amanecer). Mi hermano Jerónimo Rodríguez. Le gustaba Henry Miller ya desde que ambos nos lanzamos a la aventura de las palabras infinitas, o a la aventura infinita de escribir novelas (él) y poemas (yo mismo). Es decir, por ahí por los 17 o 18 años de nuestra edad. Fuimos compañeros de colegio, y luego yo iba a verle a Burgos en el tren y él venía a Valladolid o a Castrodeza, y nos enseñábamos aquellas páginas llenas de maravillas incipientes y novísimas, poseíadas por la ingenuidad y la genialidad de quienes se apuestan a sí mismos por completo. Dábamos miedo, o pena, o envidia, qué sé yo. Así que en cierto modo llevamos vidas paralelas (como las vías del tren) y cada uno iba teniendo sus novias y sus libros, y el rito de visitarnos cada cuanto o cada tanto. Las últimas veces que nos vimos en Burgos él tenía una buhardilla en Cardenal Segura (junto a la Catedral), y se podía uno sentar en las tejas del tejado saliendo por la ventana de la cocina. Y en estas se casó con una colombiana (él, que siendo de Royuela de Río Franco tenía rasgos de indio del Amazonas: el indio Jerónimo, le llamábamos en clase). Y vendió la buhardilla y se fueron a Cali, en el valle del Cauca, y tuvieron una hija (Leda) y todo fue de maravilla unos años, hasta que las cosas se jodieron (y así es como se dice aquí y allá, en Román paladino y en narco del cártel de Pablo Escobar).
           A partir de aquí puede el lector imaginarse la historia de separación más complicada y peligrosa (y dolorosa y tristísima) posible. No se le acercará. Yo no sabría escribirla (ni él mismo, supongo, y por eso la sufrió). La realidad siempre supera a la ficción. O la Naturaleza imita al Arte. No volvió a ver a su hija y todos esos años vivió en Canarias (Tenerife, Los Rodeos) primero, y luego Madrid, sobreviviendo con trabajos de seguridad privada por las noches y escribiendo por el día sus diarios y sus relatos de ambos mundos… Nos vimos varias veces, sobre todo en los días de la Feria del Libro, y alguna noche dormí en sus casas sucesivas de Malasaña (Divino Pastor, Monteleón, Galería de Robles). Comíamos en esos restaurantitos insólitos que todavía brotan por esas calles, y luego yo me iba a Chamartín. El tren, siempre el tren uniéndonos y separándonos, trayendo y llevando nuestros sueños a través de renglones inflexibles, sin fin.
           La última vez (ya habían pasado los años, y su hija andaría muy cerca de los 18) me contó que tras el verano pensaba volver a Colombia, a la aventura, y buscarla.
Dejaré la casa, me despediré del curro y haré el viaje siguiendo la ruta de Humboldt. (Las últimas cosas que me dio a leer eran biografías de personajes históricos, a la manera de Zweig, y Humboldt le atraía muy especialmente.) Me acompañó a la estación y al despedirnos en el andén del AVE me dijo: ─Bueno, quizá esta sea la última vez que nos veamos. Hoy esas palabras resuenan en su justa solemnidad. Traté entonces de restarles dramatismo, pero sonaron a Largo Adiós de Raymond Chandler y le deseé lo mejor en su búsqueda: ─Ya verás como todo va a ir bien.
            No volvimos a saber nada de él (ese verano, antes de iniciar el viaje estuvo unas semanas en el pueblo, ordenando sus libros, sus papeles, en la estantería grande que le ayudé a construir en 1981, según me han dicho después). Han pasado tres años sin ninguna noticia, sin dar señales de vida. No llamó ─ni a mí ni a nadie de su familia, ni siquiera en Navidades o fechas señaladas─. De repente su hija comenzó a buscarle por Internet, incluso vino a España a preguntar, a recordar quizá sus primeros años… La cosa no pintaba bien. Él nunca tuvo sensación de peligro mientras vivió por allá (quizá sí cuando las cosas se torcieron) y nos decía que la situación se veía desde España más exagerada de lo que era. Le gustaban aquellos paisajes exuberantes donde tan naturalmente encajaban sus facciones y solía adentrarse solo en la populosa soledad de la selva. La catedral de palabras carnosas ─carnívoras, mejor─ que crecían a cada paso, como dichas por él esos primeros años en que fuimos quijotes, héroes, santos, conquistadores, poetas…


Eduardo Fraile

sábado, 28 de octubre de 2017

Señales de final

Hoy es martes 17 de octubre
de 2017. Ya han llegado las primeras cigüeñas
a la ciudad. Cada año su excursión migratoria
es más breve, casi se dirían unas discretas vacaciones.
En nuestra infancia llegaban por San Blas, en febrero,
pero por causas distintas esos casi seis meses
en latitudes más meridionales se han ido reduciendo.
A primeros de septiembre dejan nuestra ciudad
huérfana de sus alas, adelantándose a las golondrinas,
que ─ellas sí─ perseveran en su larga migración
hasta mediados de marzo. Estos últimos años
volvían en noviembre, pero hoy me han asustado,
tomando en el amanecer las torres por grupos familiares,
como repartiéndose la ciudad. Este año tan seco,
tan dilatadamente caluroso (de hecho, hoy es el primer día del otoño
propiamente dicho). Todo anda así de raro.
Los enterados hablan y se les llena la boca con el cambio climático.
Pero yo veo algo más. De hecho, las veleidades
de la meteorología es lo que menos me preocupa.
El planeta hace bien en intentar librarse de nosotros.


Eduardo Fraile

sábado, 21 de octubre de 2017

Escribir una novela

          Todos nos lo decían: Bueno, esos librillos de poesía están muy bien (lo de librillos sonaba un poco a papel de liar tabaco de picadura, o de pipa, o canutos de maría o hachís), pero lo que tienes que hacer es escribir una novela, que es lo que da pasta gansa de verdad, porque, a ver, cómo vas a vivir de vender quinientos ejemplares, mil como mucho…, pero con una novela te puedes forrar. La calidad se te supone, que escribes de puta madre, así que ponte a currar pero ya.
            Y quizá nos pusimos a ello varias veces, sin un grano de mostaza de fe, y lo que nos salía era una novela completa dentro de la dimensión de un poema, así que estaba claro que nuestro género (escribiéramos lo que escribiésemos) era el libro ─el librillo─ de poemas.
            Y comenzamos a publicar esos pequeños arbolitos, o a botar esos barquitos que se llevaba la corriente, y siempre nos encontrábamos con alguien que nos decía: ─Qué, ¿todavía sigues escribiendo? o ─¡Qué, cómo va esa novela! o ─¡Enhorabuena por tu premio!, lo he visto en el periódico, ya te lo dije yo, que lo tuyo era la prosa, no aquellos poemillas ( y lo de poemilla sonaba a hebra rubia de tabaco o brizna de azafrán o vello púbico…) que sólo leían las tías. Joder. Y la cosa es que no nos habían dado ningún premio, y menos por un libro de prosa (ni de poemas en prosa ni de prosas en poema).
             Hay gente que siempre lee los periódicos del futuro, así que aceptábamos los parabienes y nos preparábamos secretamente para lo peor: para la Fama, los premios, los frutos sorprendentes de aquellos arbolillos delgaduchos y escuálidos que no dejamos nunca de regar con nuestras lágrimas…


Eduardo Fraile

sábado, 14 de octubre de 2017

El otoño del alma

            Cae la hoja del calendario, del árbol de los días que se van, que regresan, quién sabe. Los días. Los putos días, jodidos cabronazos (Bukowski). Cae la manzana de Newton del otoño, las uvas de Vivaldi, los violines de mi corazón. El otoño es la estación de los poetas, he oído decir alguna vez, y sí, aunque yo lo veo de otra manera, tomándolo en sentido literal: el poeta espera en la estación del Otoño. Espera un tren que no vendrá. No podré asistir a mi cátedra del lunes, telegrafiaba Machado al director del instituto de Segovia donde daba sus clases de francés. Iba a poner ‵esas pocas palabras verdaderas′ al llegar a Madrid para pasar el fin de semana, casi todo el tiempo sentado en el Café de las Salesas, donde seguramente Guiomar aparecería en algún momento… o quizá no, y las horas iban sucediéndose lentas como dinastías, o como edades de piedra contra el cristal de los vasos y la jarra del agua (esa fotografía que le retrata con el sombrero puesto y las manos en la curvatura del bastón, mirando al interior de sus pensamientos). Recorre mentalmente los meandros de un soneto, más por engañar al tiempo que otra cosa, árbol en el otoño él mismo, que se imaginó en otra tierra la tierra que cubre a Leonor olmo reverdecido por la primavera… No me será posible estar el lunes, o quizá nunca ya, piensa el poeta para sus adentros, en mi cátedra, en mis clases de Montaigne, con quien tanto conversa en esas otras horas de la pensión segoviana, esa habitación que podemos visitar hoy como quien entra en la desesperanza, en el desasimiento, en el desamparo total del alma… El otoño del alma, se podría titular esa habitación interior del poeta. No podré estar el lunes en mi cátedra, señor Director, porque he perdido el tren de hoy… y el de mañana.


Eduardo Fraile

sábado, 7 de octubre de 2017

Los santos

Llevábamos cada uno nuestro taco de santos de las cajas de cerillas
(toreros, mariposas, trajes regionales, locomotoras, futbolistas…)
atado con una goma del pelo de nuestras hermanas,
y en los recreos trazábamos una línea con tiza en la pared
para irlos dejando caer desde esa altura, alternativamente.
Cuando un jugador montaba con el suyo sobre alguno de los santos caídos 
                                                                                                      [en el suelo,
todos para él. Era un juego sencillo, y como las canicas
o las chapas o las peonzas, iba por épocas,
por modas, no se sabía muy bien cómo, pero un día uno cualquiera de nosotros
aparecía con su taco de santos, o de calendarios, y en poquísimo tiempo
toda la ciudad jugaba a esto, o a aquello,
o a lo de más allá.
Tras las tapias de un colegio, en la calle José María Lacort
de Valladolid, el niño que fui allí deja caer los santos
(que quizá llevan impresas las portadas de los libros
que escribiré el día de mañana), y también, paulatinamente, va cayendo
la tarde de este lado, las golondrinas que se fueron, el sol
naranja del otoño, la vida, este poema…


Eduardo Fraile

sábado, 30 de septiembre de 2017

¡No a la rentrée!

             Me envía una amiga francesa esta postal, que he clavado inmediatamente con una chincheta en el muro de mi corazón. No a la rentrée. No y no y no. Éramos niños y no queríamos volver a la ciudad, al colegio, a las Ferias de Valladolid, a montarnos en los caballitos de la Rubia. Éramos niños que lloraban en los carruseles, para que la fuerza centrífuga limpiara nuestras lágrimas y nuestra madre no tuviera que preguntarnos, porque no sabíamos nombrar esa angustia que crecía en nuestra almita como los quitadesayunos en las eras los primeros días de septiembre. Ay. Y aparentábamos sonreír, con no mucho éxito, la verdad, pero nuestra palidez se achacaba enseguida al mareo de la noria, o a los charlatanes de las tómbolas, o al olor a frituras, o al humo de los puros de los hombres que iban a los toros en el mismo autobús del paseo de Zorrilla que habíamos abordado nosotros.
            Los autobuses que iban al real de la Feria, o a la Feria de Muestras, o a la plaza de toros, llevaban unas banderillas de España en los extremos del frontal. (Cuando era San Isidro o San Cristóbal les ponían unos manojos de laurel.) Y así fuimos creciendo, pero esa herida no se nos curaba, y cada mes de septiembre volvía a sangrar gotas violeta (de los quitadesayunos, de las rayas de la camiseta del Valladolid, de los bolígrafos que nos manchaban los dedos de las manos). Y ya íbamos solos a las ferias, o directamente no íbamos. Para qué. Ya iba forjándose en nosotros la rebeldía de la adolescencia, la conciencia de nuestra individualidad, e intuíamos que nuestro lugar, nuestro sitio, no estaba entre la multitud. Y si nos daban algo de dinero nos lo gastábamos en libros.
            Así que año tras año fue creciendo dentro de nosotros un árbol con sus hojas (sus páginas) y sus círculos concéntricos como capítulos, como vueltas y revueltas en la noria de la vida. Y llegaría ese septiembre (en septiembre se tiemble, rezaba el refrán, porque ya refrescaba) en que algo dentro de nosotros pronunciase ese «no» que venía madurando como un fruto redondo, una manzana de oro que cayó por su peso, y en virtud de la Ley de la Gravitación Universal, de Newton, y quizá no regresar supusiera una angustia todavía mayor, pero ese acto fundacional contenía en sí la semilla del gozo, de la emoción y de la aventura interior que comenzaba en ese instante, en ese punto de partida, de salida de Don Quijote, de inauguración, de botadura, de nacimiento, de estreno…


Eduardo Fraile

sábado, 23 de septiembre de 2017

¡Hare Krishna!

             Otra de las flores efímeras que desapareció fue el azafrán de las túnicas de los Hare Krishnas, no sé, brotaron y se extinguieron esos años mágicos de la Transición, entre el 76 y el 79, y perfumaron y pusieron cierto cromatismo que no era de aquí en la suciedad gris de nuestras calles. Desde los autobuses decrépitos con silletín para el cobrador veíamos esos grupos de 6 u 8 danzarines de cráneos mondos y lirondos que iban cantando su Hare Krishna, Hare Hare, como beodos o fumetas, o simplemente poseídos por el espíritu gozoso de su divinidad.
            Sus cabezas rapadas hoy no resultarían tan chocantes como en aquellos tiempos de melenudos con pantalones de campana. Ni sus túnicas naranja… bueno, sus túnicas anaranjadas seguirían hoy siendo una exótica deflagración de color. Mariposas que envolvían en sus vuelos concéntricos a los sorprendidos transeúntes, acostumbrados más a los testigos de Jehová con sus carteras baratas y sus revistas, o a las gabardinas azul plomo con chapa identificativa de los mormones.
            ¿Qué les pasó? ¿Por qué no volvieron más? Me emociona su levedad, su aparente inoperancia y desprecio por el proselitismo. No nos daban la vara, no nos adoctrinaban, no metían el zapato, como los vendedores de enciclopedias, para que no les cerráramos la puerta en las narices. Sólo iban por la calle cantando (o rezando, quién sabe), provocaban una sonrisa, algún lanzado se unía a su carrusel, a su conga de Jalisco budista o hinduista o lo que fuere, pero todo lo más duraban media calle…
         No arraigaron aquí. Demasiado categóricos, demasiado maximalistas, demasiado poco acostumbrados a la flexibilidad de los juncos mecidos por el viento debimos parecerles. No dignos de su mensaje, no preparados aún para hacernos partícipes… de su secreto.


Eduardo Fraile

sábado, 16 de septiembre de 2017

Los barros

Las calles se llenaban de barros con las lluvias del otoño
(sólo se inició la pavimentación en los años 80) y ya casi hasta la primavera 
                                                                                                          [siguiente
todo era llevar manchados los zapatos o las botas,
incluso  el calzado de fiesta o los zapatos de tacón de las jóvenes
sufría alguna mácula en la ascensión hasta la iglesia,
los domingos. Así que, claro, era normal
que los portales de las casas estuvieran casi todos empedrados
con grandes lanchas calizas como de lecho de río
y no se comenzase a embaldosar hasta un poco más adentro,
ya de camino a las cocinas. Los barros. Las cunetas.
Los sabañones. El frío.
Parecía un castigo inmemorial y de carácter perpetuo
─como por haber cometido un horrible pecado─
y nadie pensó nunca que incluso eso
se llegaría a acabar. Y se acabó.
Yo alcancé a vivir, aunque poco, los barros
y esos verbos anejos y pertenecientes y relativos a ellos,
como atollarse. Atollados de barro
llegábamos del campo, o de ir de casa de la abuela
a la era, o a hacer algún recado
o a enviar, en las matanzas, las navidades
que íbamos a Castrodeza. Los veranos estaban exentos
de esa plaga, porque incluso las tormentas vespertinas
sólo mataban el polvo de la siega, de las trillas,
de los caminos de harina batida por las herraduras de plata
de las caballerías.
No quisiera añorar hoy una cosa
que tanto hizo sufrir a nuestras madres,
pero tengo que atravesar varias calles de tierra
regada con mis lágrimas…


Eduardo Fraile

sábado, 9 de septiembre de 2017

El principio del fin

       Mi madre nos bañaba en la cocina, junto a la lumbre de paja,
dentro de un barreño de zinc. O en el corral al sol,
en la pila de piedra del pozo. Luego, un verano, el verano del agua
─de la acometida del agua corriente─, la abuela hizo un cuarto de baño
como los de la ciudad, y eso, que en principio parecía un adelanto
¡un adelanto!─un adelanto, decían orgullosos, en el pueblo─ a nosotros no nos hizo                                                                                                               [mucha gracia…
En Madrid y en Valladolid nuestro aseo era pequeñísimo,
sólo la bañera que puso la abuela Evarista no hubiera cabido allí.
Y esto fue sólo el principio. El principio del fin.
La gente empezó a comprar televisores y a vender las camas
de bronce, incluso los colchones de lana, que intercambiaban, encantados,
por otros de muelles. Y las cocinas de butano
clausuraron las benditas chimeneas, y las calefacciones
cerraron para siempre la trampilla de las glorias…
¡Ay, Señor! Hasta el abuelo Bernardino
vendió la noria del huerto al chatarrero
por 800 pesetas. Tendría yo 8 o 9 años
y lloré mientras unos hombres con marras
la rompían en trozos. Lo sigo viendo hoy, oigo los golpes
que impactan contra mi corazón.


Eduardo Fraile

sábado, 2 de septiembre de 2017

Lisa 1

        Es una maniquí que acaba de instalarse en mi estudio, acodada entre el mueblecito de cajones que guarda los originales de mis libros y el cuadro de la ‵escalera en rosa′, de Julio Toquero, que compré por 15.000 pesetas en 1984 y hoy debe valer una pequeña fortuna. La verdad es que ella sola se ha buscado ese sitio, y la planta (no sé cómo se llama esa planta de hojas opulentas como espadañas) vela con delicadeza su hermosa y edificante desnudez. Digo edificante en el sentido de que su esbeltez parece surgir desde los cimientos (desde sus pies con las uñas pintadas exactamente del mismo rosa del lienzo). Y no me canso de mirarla, quieta ahí, observándome.
          Agradezco al dios de los encuentros inesperados que la haya puesto en mi camino, en un escaparate de una mercería en liquidación: Confecciones Monterrubio, y haya querido ─tan fácilmente, tan naturalmente─ venirse a vivir conmigo.
            Es bellísima, ya digo, entre ofreciéndose y ocultándose, impúdica y a la vez pudorosa, Santo Dios. He sido ─soy─ un mortalmente herido admirador de la Gracia y el vuelo y la sobrenaturalidad y la angelidad femeninas… y ahora esto. Cuántas veces mis palabras se han corporeizado encarnándose en seres reales, y heme aquí hoy enamorado de una ─¿inánime?─ maniquí. Maniquí con un polo, se titulaba una de mis columnas de los noventa en El Norte de Castilla. Y trataba de las escapadas de una maniquí desde su escaparate a la heladería de la plaza de Santa Cruz. Es duro ser maniquí en las rebajas de agosto. Lisa 1 no viene de boutique, sino de una humilde e histórica tienda de lencería que desaparece.
            Y no me canso de soñarla, ahí quieta, tan real, observándome. Imaginándome ella a mí, se diría. Exhibiéndose sola para mí. Porque ella, ahora lo sé, me ha elegido.


Eduardo Fraile

sábado, 26 de agosto de 2017

Sorbos de eternidad

            Por la ventana de mi estudio de Castrodeza veo pasar gentes que dejaron hace tiempo de pertenecer al Tiempo. A algunos no les reconozco, pero otros me sorprenden con su ʽrealidadʼ que no encaja del todo en la imagen que de ellos guarda mi recuerdo. Es una inmersión en aguas de épocas distintas, y de cada una salgo como lavado de mí. Busco a los míos, a mi madre de joven, esas estampas de ella que no he podido conocer, y el corazón me dice: es esa niña de vestidito rojo y zapatos de charol que pasa montada en una burrilla parda con una estrella en la testuz. Y es esa moza con un cántaro en la cadera y un botijo en la otra mano, que vuelve del caño o va al caño a por el agua límpida que educará su voz, que endulzará la mía, porque la voz la hacen las aguas del manantial del alma. O esa chiquilla que corre a las escuelas con su pizarra en la mano y un estuche para los palilleros y las plumillas y los pizarrines… Y ése debo ser yo, de su mano, yendo o viniendo de llevar el pucherillo con la comida para el tío Evaristo, mi primera entrevisión de Don Quijote.
            De quienes no reconozco intento aislar algunos rasgos, algún detalle de sus ropas que me permita situarles en tal época o tal otra, o intuir de qué familia pudieran haber sido. Luego pienso que no soy yo quien está de este lado de la vida, que quizá yo también pasé o estoy pasando —o estoy posando— para otro que me contemplará sin recordarme del todo, pero apreciando en mi rostro cierto aire familiar.


Eduardo Fraile

sábado, 19 de agosto de 2017

A lavar al río II

Nuestras madres iban a lavar al rio
con la banquilla y el lavadero y los barreños de zinc.
Lavar la ropa blanca, las sábanas, las camisas de algodón
del abuelo, y enjabonaban y frotaban y volvían a frotar
y aclaraban al paso caudal de la corriente.
Luego, entre dos, retorcían para devolverle al Hontanija
la mayor parte de su contribución
a la blancura. Ese blanco de harina
de trigo candeal, que se lograba sólo con jabón hecho a mano,
agua del río de mi infancia, y lo más importante de todo:
el secado al sol. En las eras,
sobre los cardos de la ribera, sobre céspedes
que no mancharan de verdín, y antes, entre dos
igualmente, sacudir y estirar, y posar los lienzos dulcemente,
y si corría algo de aire sujetarlos con morrillos suavísimos
por las esquinas. Ya existían las primeras lavadoras
(y mi madre la usaba en la ciudad), pero en el pueblo
no había agua corriente aún, y luego, cuando la hubo,
en los veranos todavía se bajaba a lavar
al río, sobre todo las sábanas.
Gracias, mamá, qué bien olían
nuestros sueños…


Eduardo Fraile

sábado, 12 de agosto de 2017

El tiempo puro

Había un tiempo áulico, musical, serenísimo,
fresco y como por encima de las contingencias
de la meteorología, de las estaciones, del sol,
esas cosas tan importantes y determinantes en el mundo rural.
Y otro tiempo más cercano, de a pie (o a caballo)
e incluso marcado por el ir y venir del coche de línea
o de los fruteros y vendedores ambulantes. El primero
lo marcaba el carrillón del reloj de pesas de la abuela Evarista,
su melodía límpida que envolvía las paredes de la sala
que no se usaba nunca, sólo en las solemnidades
(velatorios, peticiones de mano, testamentarías) y donde se guardaban también
el chocolate, los huevos y el aguardiente de guindas…
Y la vajilla de porcelana inglesa, y la cubertería de plata
y el juego de café de Limoges o de Sèvres y la cristalería
cuyo entrechocar resonaba a campanas, o como una nota más
del transcurrir de las horas…
Incluso en pleno verano había que ponerse una toquilla
o echarse un chal para acceder a su ámbito
puro y pautado. Sólo la abuela, que llevaba la llave
en el bolsillo de su delantal, entraba allí. Los domingos
cuando daban primeras (las campanas de la iglesia
sonaban también a copas de cristal de Bohemia)
la abuela salía de la Sala con su cartera de piel
bien repleta de duros plateados y pesetas de oro.
Y nos poníamos en fila a la puerta de la calle,
bajo la moneda del sol del mediodía, y ella se sentaba en uno de los cantones
para impartir la propina.


Eduardo Fraile