sábado, 16 de septiembre de 2017

Los barros

Las calles se llenaban de barros con las lluvias del otoño
(sólo se inició la pavimentación en los años 80) y ya casi hasta la primavera 
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todo era llevar manchados los zapatos o las botas,
incluso  el calzado de fiesta o los zapatos de tacón de las jóvenes
sufría alguna mácula en la ascensión hasta la iglesia,
los domingos. Así que, claro, era normal
que los portales de las casas estuvieran casi todos empedrados
con grandes lanchas calizas como de lecho de río
y no se comenzase a embaldosar hasta un poco más adentro,
ya de camino a las cocinas. Los barros. Las cunetas.
Los sabañones. El frío.
Parecía un castigo inmemorial y de carácter perpetuo
─como por haber cometido un horrible pecado─
y nadie pensó nunca que incluso eso
se llegaría a acabar. Y se acabó.
Yo alcancé a vivir, aunque poco, los barros
y esos verbos anejos y pertenecientes y relativos a ellos,
como atollarse. Atollados de barro
llegábamos del campo, o de ir de casa de la abuela
a la era, o a hacer algún recado
o a enviar, en las matanzas, las navidades
que íbamos a Castrodeza. Los veranos estaban exentos
de esa plaga, porque incluso las tormentas vespertinas
sólo mataban el polvo de la siega, de las trillas,
de los caminos de harina batida por las herraduras de plata
de las caballerías.
No quisiera añorar hoy una cosa
que tanto hizo sufrir a nuestras madres,
pero tengo que atravesar varias calles de tierra
regada con mis lágrimas…


Eduardo Fraile

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