sábado, 29 de septiembre de 2018

Josechu


De los camareros masculinos que acompañaron a Nines en la Luna de Tony, voy a detenerme en Josechu. Alto, grande, con barba. Casi daba en el techo con su cabeza. Recuerdo sus manos hermosas donde las tazas de café parecían de juguete. No sé si era vasco o no, pero daba el tipo de chicarrón del norte. Hacía muy buena pareja con Nines en la barra, por contraste: dos delicadezas distintas, asombrosamente bien coordinadas. En mi memoria ejecutan una danza maravillosa para mí. Una coreografía contemporánea, en el estricto ámbito angular de la barra de nuestro café.
            Pasarían luego muchos años. Quizá cambiamos inclusive de siglo, no sé. Yo iba por las calles con una cartera de cuero que compré ─o quizá me regalaron─ en una tienda del claustro de Las Francesas. Siempre me han encantado las carteras de cuero, desde aquellas del colegio que amontonábamos para marcar los postes de las porterías. Y me encontré con Josechu.
            ─¡Anda, Poeta, llevas una cartera de las mías!
            ─¿…?
            ─Que la he hecho yo. Ahora me dedico al cuero. ¿Dónde la has comprado?
            ─En Las Francesas.
           ─Pues te la tengo que grabar. A ver si quedamos o te vienes por Tudela, que tengo allí el taller.
            Y así fue como volvió Josechu de las provincias del pasado.
El pasado es otro país. Allí las cosas se hacen de otra manera. Quién decía esto? ¿Quizá Mark Twain pone esas palabras en boca de Huckleberry Finn?
            ─Tengo todos tus libros, y así me los firmas.
            Vaya, que de repente mis libros parecían tan poca cosa en sus manos contundentes…
            ─Y, además, conservo una hoja con un poema manuscrito tuyo.
            ─¡No me digas!
            ─Sí. Me lo escribiste en la barra, con café. Mojando el mango de la cucharilla en la taza, como si fuese una pluma, mientras se enfriaba.
            ─Señor, Señor. Qué no habrá hecho uno…
            ─Y decía:
                                   el abedul que no toco
alta sombra en cuchillos
caricia emborronada,
                                   luna
tu primer silencio:
                                   ALLÁ




Eduardo Fraile

sábado, 22 de septiembre de 2018

El billete


            Llevábamos varios días sin verle. Si se había ido con esa chica de viaje era raro que no nos hubiera dicho nada a nosotros. Pero desde que le vi con ella supe que esto era distinto. Estaban embebidos el uno en el otro. Todo lo demás no existía. Me sorprendió ella. No es que fuera guapa, que lo era. Es que era para él. No tengo otra manera de decirlo. Casi todos sus ʽamoresʼ tenían algo en común, pero ésta era esa ʽuna entre un millónʼ. Ni nos vieron esa tarde. Habíamos bajado a La Luna sobre las 7, y estaban sentados en el ángulo del diván de la izquierda. Brillaban. Todo el mundo miraba hacia allí, pero ellos estaban a lo suyo. Le di un codazo a Luis, que iba a saludarles, y le dije que les dejara tranquilos. Ya nos la presentará. Pero no volvimos a verles. Ninguno de nuestros amigos comunes sabía tampoco nada. A lo mejor Tony… aventuró alguno de nosotros. Y le preguntamos una noche que estaba él solo en la barra. (Montse Calvo)

 —No sé, tíos, creo que se han ido al extranjero. Ella es modelo y tenía que hacer una campaña en Estados Unidos. Me da que él la ha acompañado. Es lo más seguro. Tampoco se ha despedido de mí. ¿Vosotros tenéis el teléfono de su familia?
—Pues no, como nos vemos aquí casi todos los días y vivimos ahí al lado, en Alonso Pesquera…
—Os invito yo.
—Gracias, pues nos tomamos otra.

            Pero al ir a pagar, cuando ya nos íbamos, entre las vueltas nos dio un papel doblado que parecía un billete, y con una gran sonrisa me susurró: Leedlo en privado y luego lo rompéis. Había escrito una explicación más verosímil que la que nos dio de viva voz. Vaya, que estaban bien, pero habían decidido desaparecer una temporada. Ella corría algún peligro por parte de un antiguo ¿novio?, ¿socio de sus hermanos? Que actuásemos con discreción. Eso sí. Eso tenía sentido. Había una razón para que él no nos hubiera dicho nada. No quería implicarnos si podíamos correr algún tipo de riesgo. Montse respiró aliviada. Le había dolido de verdad que no hubiera contado con nosotros…
(Luis del Álamo)

Eduardo Fraile

sábado, 15 de septiembre de 2018

USA & Us


           
        Jugábamos a los Estados de la Unión. En esas pausas maravillosas en que exhaustos y felices casi no teníamos fuerzas ni para hablar. Habíamos planeado nuestro viaje a Des Moines, en el estado de Iowa, y lo primero fue buscar un mapa grande de los Estados Unidos. En la editorial de Pedro no había nada parecido ¿Yankilandia? ─decía él─ ¿Y qué se os ha perdido a vosotros allí? Total, que acabó trayéndonos un hermoso y enorme mapa de América del Norte, de aquellos que colgaban en las clases de nuestra niñez. Ni le preguntamos de dónde lo había sacado, a lo mejor se lo pidió a las monjas vecinas del Colegio de la Enseñanza. O a las del Niño Jesús, más abajo, en la confluencia con la calle Duque de Lerma.
        Al principio la cosa consistía en escribir cada uno en una hoja la mayor cantidad de Estado posibles, pero siempre ganaba yo, que tengo memoria fotográfica. Y luego, porque también era un rollo escribir en la cama, íbamos diciendo alternativamente en voz alta Estados limítrofes. Por ejemplo, ella decía: California, y yo tenía que seguir con alguno que limitase con California, como Nevada o Arizona, y así. Total, que acabamos sabiéndonos al dedillo el mapa, incluso la parte difícil de Nueva Inglaterra, donde están ahí todos juntos un montón; Nueva York, New Jersey, Rhode Island, Vermont, Maryland, Delaware, Massachusetts, Connecticut, New Hampshire, Maine, Pennsylvania…
          O las capitales. Acabamos sabiéndonoslas todas. Iowa, capital Des Moines. Texas, capital Austin (no Dallas o Houston o San Antonio). California, capital (¿Los Ángeles?, ¿San Francisco?, ¿Cuál?):
─¡Sacramento!
Bueno, ahí no vamos a llegar ─decía ella proféticamente─ nos quedaremos en Des Moines, a Hollywood sólo van los horteras.
Por cierto, que la primera vez que oí el juego de palabras California/fornicación, Californicación, lo dijo Iowa. Varias décadas después vi una película (o, bueno, no la vi) que se titulaba Californication. Se me vino a los ojos todo el mar, qué mar, aquel océano que habíamos atravesado juntos en un pájaro de fuego. Y volví a oír su voz desperezándose, ronroneante y gatuna, maravillosamente insinuante:
─¿Californicamos otra vez?

Eduardo Fraile

sábado, 8 de septiembre de 2018

Plinio al sol


            Hay libros luminosos, que llevan en sí el fulgor del verano, con olor a trigo candeal, a sábanas secadas al sol. Siempre es verano en el Quijote, siempre está el sol alto destellando en las armas, y para un día que cae una tormenta es en la aventura del yelmo de Mambrino, y la bacía de azófar brilla con autoridad, con luz propia, diríamos. Otros libros nos traen entre sus páginas, como flores dejadas allí, el oro de los días estivales en que fueron escritos. Hay autores que escriben en verano, o que les salen mejor los libros en esos días que, aunque se sea mayor, siempre somos niños.
            Me detengo hoy en las novelas de Plinio, de Francisco García Pavón. Veo a García Pavón a través de los ojos de otros, como Francisco Umbral. Le veo en el Café Gijón durante muchos meses, tardes interminables del invierno en Madrid. Sus clases en la escuela de teatro, no sé. Su rutina ciudadana, su cotidianidad. Su familia. Pero llega el verano y regresa a ese paraíso de la infancia: en su caso Tomelloso, un lugar de La Mancha que para la Literatura es el territorio de Plinio, ese otro Quijote al servicio de la ley y la justicia un poco más prosaico y menos idealista que el Caballero de la Triste Figura, pero que se alza y se mueve como personaje de creación también a elevadas regiones del espíritu y del Arte.
         Y su creador se lleva al veraneo un mazo de cuartillas para escribir una aventura más del jefe de la policía municipal de Tomelloso. El lector casi ha de empezar a leer por la última página, donde fecha y firma su obra en esos días estivales, que en la acción de las novelas suele dilatarse hasta principios del otoño y la vendimia. Es como si cada libro de Plinio se hiciese también como el racimo en las vides: gestándose en silencio y en secreto durante el invierno y eclosionando con los días de alto sol y luz interminable, para madurar, ya quizá de vuelta en Madrid, esos días dorados y fundamentales de la tierra vinícola.
            Las novelas de Plinio son una gran veta de oro macizo en nuestra Literatura. Gozaron del favor del público y luego fueron cayendo en el olvido, hacia finales del siglo XX. Hoy, pese a iniciativas de admirables editores, la estrella de nuestro quijote de Tomelloso no parece remontar. Pero esto no es achacable a Francisco García Pavón, un autor que llevó el éxito con humildad, como sin enterarse, como si nada de eso fuese con él, y que sobrelleva la posteridad de la misma manera. Ese elegante escepticismo de su personaje, esa viril emoción contenida, esa grandeza y amplitud de espíritu… como los horizontes sin fin que van cayendo hacia las sierras del Sur, son su retrato. Y estas páginas llenas para siempre de sol, sonriéndonos, su regalo.

Eduardo Fraile

sábado, 1 de septiembre de 2018

José María Lacort


            En la calle José María Lacort estaba el colegio de los mudos. Un edificio que bien podría figurar como ejemplo de la época del realismo socialista (o del desarrollismo de los 60 de aquí). Pero sí, es más del Este, de la Europa oriental, del otro lado del telón de acero, en expresión que hoy habría que explicar a las nuevas generaciones. Hasta tiene (o tenía) unos altavoces en las cuatro esquinas, donde sonaba la música del Ángelus a las 12 del mediodía. Pero el resto del tiempo daba como la impresión de ser algo carcelario, penitenciario, vigilado por cámaras y satélites espía rusos. Obra social del Santuario Nacional, predicaban unas letras de bronce ─¿en caracteres cirílicos?─ a lo largo de toda la fachada.
            Mucho edificio para dos docenas de niños sordomudos. Así que además era el Colegio del Santuario, al que yo fui, y que funcionaba como una sección del cercano Colegio La Salle para los cursos 3º, 4º y 5º de primaria. En la época de La Luna ya no había escolares de La Salle en la primera planta, pero aún se podía apreciar entre los ventanales los tiestos que regábamos nosotros. Y quizá mi yo de los 8, 9, 10 u 11 años permanecía en el patio con columpios y porterías de balonmano y baloncesto que había tras el portón metálico (otro rasgo inquietante, como de campo de concentración), mientras un joven diez años mayor, con barba de palabras y sueños de papel, transitaba por las estrechísimas aceras. En frente había otro colegio, donde unas niñas vestidas de azul marino cantaban como pájaros. Las oíamos desde nuestras clases, las veíamos si nos asomábamos a sacudir los borradores manchados de tiza.
            Polvo blanco de tiza, polvo negro del carbón de la carbonería que había un poco más allá. Y un taller de reparación de bicicletas ─Bicicletas Tamayo─, junto a la tienda de retales de la que ya he hablado en otro lugar de estas memorias. Y el misterioso Institut de beauté de Madame Lelarge, cuyo luminoso parpadeante se encendía por las tardes y que excitaba nuestra curiosidad y nuestra incipiente sensualidad infantil. Le dediqué un largo poema en mi libro Quién mató a Kennedy y por qué, que se publicó en el año 2007.
        Pero en aquella época, primeros de los 80, Bicicletas Tamayo no había cambiado de acera, ni habían abierto aún el Lisboa y La Curva, nuevos cafés que conectarían La Luna con El Minotauro, que brotó justo enfrente del colegio La Salle. Y por cerrar este estudio de la calle José María Lacort, en su tramo final, ya casi en la desembocadura en la plaza de España, estaban los escaparates de Salvat, pletóricos de enciclopedias y colecciones de libros en formación militar. Ríos de páginas de las que algún día formaríamos parte como pequeños cangrejos, como peces de colores en las tersas y límpidas aguas del papel couché.

Eduardo Fraile