sábado, 31 de diciembre de 2016

Cae "La Luna"

          Hace mucho que no voy por allí, donde el mejor de mis yoes sigue escribiendo sus primeros poemas, sus primeros delirios, sus primeros amores… Han pasado los años, y sólo quedaba en la plaza de la Cruz Verde este edificio por tirar. La verdad es que en las fotos de los periódicos sí se le nota cierta decrepitud que no veíamos los vallisoletanos, acostumbrados a esta esquina con fuente y con quiosco, y con un buzón de correos que casi nadie usa ya.
       Mi primer libro, Ningún otoño es amar… se vendía aquí a 150 pesetas. La verdad es que hacía muchas horas en la Luna, que es donde debe estar todo poeta. Besos, cafés, una deliciosa telaraña de relaciones que hoy son recuerdos. Tony, el elegante jefe, con su bigote rubio de marino extranjero, que convirtió la taberna El Segoviano en un espacio donde pude quedarme para siempre.
            ─Hasta mañana, poeta.
       Cómo no iba a haber un poeta en La Luna. Tony venía de Asturias, era aparejador, y llevaba el negocio con esa distinción de los príncipes que descienden a las cocinas de palacio. Y Nines, la luminosa camarera de la que medio Valladolid anduvo secretamente enamorado. Estuve muchos años residiendo en La Luna, ya digo. Luego dejé de ir, no sé por qué. Tony traspasó el negocio a Coral y Arturo, y yo debí entrar en el contrato, me consta, me trataban muy bien, quizá excesivamente bien. Incluso junto con El Minotauro, otro café que abrió poco después, editaron mi segunda publicación: NOPOEMA.
            A veces me llegaban noticias de Tony, que había vuelto a su tierra de verdes esmeralda y de profundos azules. Que había preguntado por mí y eso, que cómo iban mis libros, que fuera a verle al mar, que tenía un barco para acariciar esas olas de verdad que yo hacía sólo con las palabras. Años después, ya en otro siglo, en una caseta de la Feria del Libro, una mujer muy hermosa a quien en un principio no reconocí, me dijo:
               ─Soy Ana, ¿me recuerdas? La novia de Tony, de La Luna…
          Ella también había dejado la ciudad, era profesora, no sé, tampoco había vuelto a verle, pero quizá era eso lo que nos unía en un pasado que ya empezaba a ser futuro, y mientras le dedicaba Teoría de la Luz una lágrima cayó sobre la tinta de la pluma que ellos me regalaron 20, 22 años atrás, cuando todo era eterno porque todo estaba aún por suceder, publicar libros, ser amados sin fin por aquellos ángeles inconsútiles que pasaban por nuestro corazón…
             Cae La Luna. Las excavadoras morderán mañana su cara oculta, con la señal de la bala de Méliés, de Julio Verne, con las marcas invisibles del paso de todos nosotros.


Eduardo Fraile

sábado, 24 de diciembre de 2016

La matanza

            Al principio íbamos sólo en los veranos, nos llevaba Ramón en su taxi negro con raya roja desde Madrid, como he contado en alguna de estas teselas de niñez. No tocábamos Valladolid, pues íbamos por Tordesillas, y por eso en la geografía de nuestras almitas errantes Castrodeza era el pueblo, pero no adscrito a ninguna provincia, o sólo a esa provincia ideal de la infancia que linda con lo poético, con lo fantástico, con la novela de nuestro corazón. Pero ese año fuimos también en Navidad, ese único año, y ahí sí parecía todo de cuento de hadas, con la nieve, los animales entre nubes de vapor en las cuadras, la matanza del cerdo, la era blanca como una pista de patinaje, y las noches en torno de la lumbre de paja, arrebujados en el escaño con los gatos.
            A nosotros, que nos daba tanto miedo cuando nuestra madre mataba un pollo en la cocina, arrodillada en las losas rojas del suelo, y le sujetaba con fuerza mientras la sangre iba cayendo sobre el barreño de barro… a nosotros, niños de ciudad, que no habíamos vivido nunca aquello, iba a resultarnos demasiado traumática la matanza, quizá… Nuestros primos, los niños de campo, ya estaban acostumbrados y encontraban natural que algunos animales se criaran para servirnos de comida. Era el funcionamiento del mundo, sembrar y segar, y moler el trigo en el molino de tío Félix para hacer pan con esa harina en flor…y un poco con esa inexorabilidad, diríamos, los lechoncillos que en el verano jugaban con nosotros ahora habían de convertirse en chorizos sabadeños, en huesos de espinazo para el cocido del resto del año, en entrecuesto, en solomillos y cintas guardadas en manteca, en torreznos, en jamón.
           No nos dejaron ver lo más dramático de la ceremonia, sólo oímos los chillidos como cuchillos, que resonarían durante semanas, durante años quizá, en las noches del futuro. Luego ya  humeaban las sartenes con el picadillo y los chicharrones, olía todo muy bien, desde el rescoldo del chamusco con sarmientos y matojos de tomillo y romero, y los hombres bebían aguardiente de guindas que la abuela conservaba en el frescor de la Sala, y las mujeres — nuestra madre, nuestras tías— llenaban las mesas con platos de chanfaina y piñones y pastas bien nevadas de azúcar. Aquellas pastas tan ricas también se hacían con manteca. Del cerdo se aprovechaba todo, de los ijares a los entresijos, de los pensares hasta los andares. Quedaba mucho invierno por delante y había que sobrevivir hasta la primavera, en que se procedía a encentar los chorizos culares, que en Castrodeza se llamaban chorizos santos, quizá porque era por Pascua de Resurrección cuando se inauguraban…
       Después de aquel almuerzo festivo que duraba hasta el mediodía, con villancicos como el de ʽLos peces en el ríoʼ y ʽHacia Belén va una burraʼ, que nos gustaba mucho, pues en la cuadra estaba la Lucera escuchándonos, se preparaban unos platos con un poco de asadura, un trozo de carne, otro de tocino o así, como primicias que nos mandaban a enviar. A enviar íbamos todos los primos, unos a unas casas, otros a otras, y luego nos repartíamos las propinas que nos daban. Casi todos los destinatarios eran familiares o vecinos, pero también se preparaban otros platos para algunas personas que vivían solas y que quizá pasaban necesidad. A estas nos decían: Felicitadles las fiestas, pero o pidáis el aguinaldo.

Eduardo Fraile

sábado, 17 de diciembre de 2016

Las fuentes

              Solíamos ir a merendar a las fuentes: la Fuente de las Higueras, subiendo por el senderoʼ las Brujas y luego bordeando la ladera del páramo de Torrelobatón. Casi se nos podía divisar desde las eras, allá abajo, junto al río Hontanija, o desde la presa del molino. La Fuente de los Pericos, pasada la fábrica de harina, por el camino viejo de Wamba, y si cruzábamos la carretera, escondida en un recodo, junto a un almendro, la Fuente de Valdila, que luego se canalizó para la acometida del agua corriente ─1970 o así─, y ya en dirección contraria, a poco más de un kilómetro hacia Torre, la Fuente de los Caños, donde hoy está el cementerio nuevo… y desviándonos a la izquierda ya podíamos subir hasta la Fuente de Bercero.
           La Fuenteʼ Bercero era medicinal, al menos eso decían las crónicas, las leyendas, los dichos que iban trasminando de generación en generación. Un caballo que no podía orinar, se fue solo hasta la fuente a beber de aquella agua, y se curó. La fama de la fuente hacía que siempre hubiera alguien allí llenando unas garrafas para llevar, a veces había que hacer cola ante aquel delgado chorretillo de plata pura que curaba las enfermedades del riñón.
               Y por último estaba la Fuente de Aranzano, a la que íbamos en el remolque con los tíos al final de la cosecha. Estaba bastante lejos, y esa merienda de remate del estío se preparaba a conciencia: tortillas de patata del tamaño de ruedas y fiambreras repletas de longanizas y torreznos. La fuente de Aranzano no era una fuente propiamente dicha, sino un pozo con su brocal y su calderillo de zinc. Allí, en medio de las tierras de labor, había un pinar y unos juncales y herbazales que parecían de otras regiones más húmedas. Un oasis bien escondido en la profundidad de la llanura.
              Y aunque tampoco era una fuente, no quiero olvidarme de Valdesamar, un terreno pantanoso que se ahogaba con las lluvias del otoño, donde entre mimbreros y gramíneas se daba un té de florecillas moradas con sabor mentolado.
¿Dónde vas?
Por té a Valdesamar
            Quizá sea ese sabor balsámico y campestre, esa dorada miel que se inclina hacia el verde, el contenido de la taza de porcelana de Sèvres donde se va empapando mi magdalena de Proust.


Eduardo Fraile

sábado, 10 de diciembre de 2016

Evocación

      En 8º de EGB (tendría entonces trece años), en el libro de Historia de las Civilizaciones, estudiábamos que la población mundial alcanzaba los 2.800 millones de habitantes. En el día de hoy (el día de mañana, nos decían, el día de mañana os daréis cuenta…) vencido y desarmado el ejército de mi corazón, oigo en la radio que somos en el mundo 7.200 millones de seres pisando la garganta del planeta. Me resisto a escribir seres humanos. Contra lo que creen las feministas, humano no viene de ‵homoʹ, hombre,  sino de ‵humusʹ, tierra. De modo que somos tierra de la Tierra, así, con redundancia y las manos manchadas de sociedad.
          Es diciembre. Ulula el búho en la noche. No sé, estará cazando, o simplemente me saluda al ver mi ventana encendida, una especie de camaradería que me reconforta. Cuando paso la noche en Castrodeza los animales vienen a verme. Tras la deserción de los veraneantes y los retardatarios que se quedan hasta los Santos, este pequeño pueblo de Castilla cuenta con apenas medio centenar de vecinos. Sucede así con la mayor parte de nuestros pueblos (el ámbito rural, como dicen con pomposidad los políticos): se van quedando vacíos, abandonados, moribundos…
          Y quienes de esas pocas personas conservaban memoria de lo que fue, se van yendo uno tras otro, vencidos y desesperados. Aunque hay tardes que les vuelvo a ver pasando por la carretera. Y curiosamente ellos no me ven a mí (o fingen no verme), sentado en el cantón donde ellos se sentaban… Supongo que mientras se alejan donde quiera que les lleve su quehacer (aunque ya estén fuera del tiempo), pensarán: Mira, ahí está el chico de la Marinieves recordándonos, imaginándonos, escribiéndonos…


Eduardo Fraile

sábado, 3 de diciembre de 2016

El Papel

         Se decía así: El Papel, como si ese fuera el nombre de la cabecera del periódico. Se decía con prestancia y congruencia y verosimilitud. ¿Ha llegado el Papel?, decían los abuelos o los tíos cuando estábamos en Castrodeza, y eso significaba si el cartero ─o sea, Luisito─ había repartido ya la correspondencia. El coche de línea dejaba la saca del correo sobre las tres menos veinte, y Luisito repartía entre las tres y las cuatro, justo en la sobremesa. Después de comer, ni un sobre leer, nos repetían el refrán, pero lo suyo era echar un primer vistazo al Papel antes de la siesta, allí, sobre la mesa de la cocina, en el escaño, frente a la lumbre, con los gatos estirándose de manera imposible de toda imposibilidad y los perros soportando nuestras travesuras.
              El Papel no era sólo el diario decano de la prensa nacional, con sus noticias, sus artículos y sus gatos (curiosamente, los huecos que quedaban libres entre columnas se rellenaban con fotografías de gatos), y las innumerables páginas de anuncios por palabras donde se compraba, se vendía, se alquilaba o se pedía una oración al Espíritu Santo. (La señora Marcela, que era vecina de los abuelos, leía todos esos anuncios sin perdonar uno. Era la persona mejor informada de Castrodeza. Vivió noventa y muchos años, con la mente despierta y agilísima con aquella gimnasia leetriz de la letra minúscula…) Pero además, el Papel era el papel, es decir, que luego se usaba para encender la lumbre o la gloria, para envolver un bocadillo, para limpiar las sartenes o, recortado en trozos de tamaño cuartilla, para clavarlo en una punta de una viga en la cuadra, como papel higiénico…
          Aunque para este menester se prefería el papel blanco de las revistas religiosas, con perdón: El Promotor de la Fe, El Mensajero, Hosanna!, qué sé yo, y esto no era visto como transgresión, sino con naturalidad. Incluso los animales, los machos revolviéndose en sus pesebres, echaban el belfo hacia esa viga para comer algo de papel, para leer unas piezas que ronchaban con deleite, entre granos de cebada y avena, hebras de alfalfa y la paja rubia de las trillas del verano.
            El propio Luisito, que los sábados iba a afeitar al abuelo Bernandino, como he contado en alguno de mis libros, iba limpiando la hoja de la navaja barbera con trozos de esos mismos periódicos que él había repartido, y el jabón blanco y las púas de rosal que le brotaban a Barba azul en las mejillas, se iban mezclados con palabras al cubo de la basura.
              Esas palabras que un día escribiría yo.


Eduardo Fraile

sábado, 26 de noviembre de 2016

So Long Marianne

        Estoy preparado para morir, confesaba en una de sus últimas entrevistas. Luego quiso desdecirse en otras declaraciones que todos hemos visto reproducidas ahora, en los periódicos y en los telediarios, pero la muerte ya le había tomado la palabra. Esta frase no es mía, la oigo en alguna de las cadenas, así, como si fuese un verso del propio Leonard Cohen. Su voz, su música, esa manera de crear el misterio, de abrir nuestro corazón a la grandeza… del amor, de la muerte, de lo que fuese, porque había otras palabras comunes y corrientes, o algunos nombres de mujer ─Suzanne, Marianne─ que alcanzaban en sus canciones la categoría de palabras sagradas.
            Mira, un cantante que sí hubiese merecido el Nobel de Literatura. Sin entrar en la polémica Dylan ─no creo en Zimmermann, dice Lennon en uno de sus himnos─, creo que todos hemos pensado lo mismo, y su muerte ha quedado también como una sencilla salida del escenario, que son las que más se hacen notar.
        Pocos meses antes partía hacia la inmortalidad la que fuera su musa de juventud… Él la despedía con una hermosa carta que también hemos leído en algún medio ¿de comunicación? Su Hallelujah, sin ser propiamente una oración, con todas sus versiones, diversiones, conversiones y perversiones, la de Aute incluida, quizá sea la oración más rezada del Universo, en seria competencia con el padrenuestro, seguro que en el Paraíso se harán bromas sobre esto, la lista de los más… los n ͦˢ 1 de la Trascendencia, de la Totalidad… pero si quiero recordar para siempre (el pequeño siempre al que podemos aspirar en la Tierra) alguna de sus creaciones, elijo aquella primera despedida: So Long Marianne. Sólo poseemos lo que ya hemos perdido. Sólo lo que ha muerto ya no puede morir.


Eduardo Fraile Valles

sábado, 19 de noviembre de 2016

El Nobel

           Lo mejor del Nobel no es el premio en sí, que nos permitiría arreglar el tejado de la casa de Castrodeza cuando ya no haga falta… Porque será nuestro primer millón bien ganado (aunque tendremos que dejar la mitad en Hacienda), tras toda una vida de escasez, incomprensión y privaciones… Lo mejor del Nobel tiene que ser la cara que se les va a quedar a tus enemigos, esos que han hecho todo lo posible por que no salieras adelante, por que no tuvieras otros premios menores que ellos administraban como pequeños sátrapas (pequeños del tamaño de su mediocridad), o por que no salieras en los periódicos de su indigna dirección… Porque lo mejor del Nobel es que abrirás los Telediarios y las primeras páginas de esos mismos periódicos con otro motivo distinto al de la muerte propiamente dicha, que es lo que les suele pasar a casi todos los grandes escritores…
            Lo mejor del Nobel no es el viaje a Estocolmo (si es que para entonces te lo permite la salud) con tu séquito de acompañantes (la Academia sueca te reserva una planta entera del hotel Rey Gustavo), aunque mira a quién vas a invitar, procura que sea un coro de ángeles jovencísimas que te lleven en volandas…
            Lo mejor del Nobel no es la justicia poética, ni la justicia divina (la justicia sólo es de Dios), ni que un rey de otro país te imponga una medalla que mereces, que has merecido siempre, pero que en ese instante no merecerás. Lo mejor es volver a ese café donde has escrito y has soñado y has conocido el amor, y dejar caer esa medalla como un dólar de plata sobre el mármol de la mesa…
           Porque lo mejor del Nobel no es el Nobel en sí, sino la hermosa periodista que te esperará en el aeropuerto de Barajas el día del regreso…
            Porque el Nobel no es nada, lo verdaderamente importante es que el domingo siguiente haces el saque de honor en el estadio del Madrid.


Eduardo Fraile

sábado, 12 de noviembre de 2016

Bar Paly

         Escribo su nombre al fin, tras haber visto mucho una serie americana de agentes de inteligencia. Después de Le Carré (después de Smiley) todo parece cosa de los satélites y la tecnología, pero de pronto aparece Ana (Anastasia) Kolchec en una trama digna de Tolstoi o Dostoievski. Qué hermosa es. Qué manera de llenar la pantalla con su profunda belleza. Trágica, se diría. Le va bien ese papel de hija de un espía ruso (Arcadi Kolchec/ Vyto Ruggins), parecidísimo, por cierto, a nuestro inefable Paesa. Los episodios donde ella sale ─4 o 5, no más─ son magníficos. Y no sólo por ella, pero ella es la clave de todo, con cualquier otra actriz el edificio ─el artificio─ se vendría abajo con estrépito.
            Podría buscar qué películas ha hecho, perseguirla por las olas procelosas de Internet. Pero yo me parezco quizá más a su padre ─en la ficción─: no uso aparatos. De hecho, he esperado con paciencia a verla en alguna de las reposiciones del NCIS Los Ángeles, que es donde me la encontré por vez primera. Doy gracias al Dios que hace a los ángeles con alas por haberla creado, por haberla hecho real. Y por eso he conseguido extraer su nombre de los veloces títulos de crédito, Guest Stars. Lo cierto es que le pega más su nombre en la ficción… es lo que tiene ser ─además de todo lo que vengo diciendo─ una excelente actriz. Pero ojalá en la vida real sepa administrar su belleza con sabiduría. No parece que pudiera haber nadie capaz de merecerla, con la posible excepción de mí mismo…


Eduardo Fraile

sábado, 5 de noviembre de 2016

Melancolía

            Ya era entrado el otoño, esos días de octubre, de noviembre quizá, dorados y esturados, con olor al humo de las hogueras en el campo y al de las chimeneas de las casas, que ya se iban encendiendo las lumbres y las glorias, pero eran tardes de verano trasplantadas al otoño, e incluso se echaba de menos ver las bicicletas de los veraneantes por la carretera. Y algo nos llevaba a los lugares, al río, al Marrandiel, donde fuimos felices, y si se aguzaba el oído aún resonaban las risas de las pelirrojas, que ya no estaban aquí y, a lo mejor, como mucho, vendrían todavía algún fin de semana, o por los Santos el 1 de noviembre, quizá. Tardes recamadas de oro, como bordadas por las abejas de la luz. Tardes de lágrimas en silencio, sentados en la ribera del Hontanija, dejando que los peces vinieran a asomarse, extrañados de que ya no trajéramos las cañas.
            Y nos volvíamos al anochecer, envueltos en la melancolía que no sabíamos bien si brotaba de nosotros o era la bruma, las guedejas o vedijas de vapor que iban quedándose prendidas en las espinas de nuestro dolor, repletos y vacíos, añorantes y solos, pisando hojas de bronce que crujían y piedras que sólo suspiraban, ángeles, vagabundos, mártires, enamorados…


Eduardo Fraile

sábado, 29 de octubre de 2016

La lentitud

            De una de mis incursiones al desván he bajado con una vieja cartera de mano de mi padre, casi una especie de maleta que él usaba en la época en que nos embarcó un poco a todos en las plantaciones de almendros en las laderas, en los perdidos, esos cachos de tierra incultivable que mis tíos le cedieron con no poco alivio y generosidad. Allí llevaba sus cuadrículas, sus agrimensiones, sus tresbolillos, los planos, los polígonos, su afán, trozos de cuerda, una azadilla, piquetas, qué sé yo…
            En esos eriales despuntan hoy algunos árboles que han sobrevivido a todo, y son su legado a la humanidad. Quizá lo hiciera para compensar esos otros árboles que iban a morir para dar papel a mis escritos… Ni la humanidad ni yo (si es que formara parte de ella) merecemos su regalo. Ni siquiera tendríamos derecho a decir gracias por ese gesto magnífico y desesperado. Amén.
            He retratado a mi padre en alguno de mis libros: en Madrid, comprando un diccionario en las casetas que hoy están en la cuesta de Moyano, 8 años antes de que yo naciera; haciendo jabón en el corral, los veranos de Castrodeza; a través de una fotografía de Jaca, donde hizo la mili (le condecoraron con la Cruz del Mérito Militar con distintivo blanco, nunca he sabido por qué), y sobre todo, y es la imagen que quiero traer hoy aquí, recortando los artículos de Francisco Javier Martín Abril con unas grandes tijeras como de sastre o esquilador…
            Coleccionaba sus "Galerías", que iban en la página 3 del Norte de Castilla, y precisamente uno de aquellos rectángulos de pulpa de papel, amarillecido hasta el límite de la ilegibilidad, aparece al abrir la cremallera de esa cartera o maletilla de plástico semirrígido: entre algunos cartones/maqueta de sus plantaciones, "La lentitud", una iguada de prosa de un autor hoy olvidado que hablaba desde su irreductible individualidad. Y lo leo como si fuese una comunicación del más allá, con una lupa debido al deterioro del papel/prensa, degustando un estilo personal y confidencial tan cercano a mí ahora como alejado estuvo entonces, y las lágrimas mojan la tierra yerma y pulverulenta y sedienta e irredenta, roturada hasta el martirio por los renglones de plomo fundido de la linotipia, y una semilla párvula que estuvo 30, 40 años esperando esas gotas de agua bendita comienza a germinar… y creo.


Eduardo Fraile

sábado, 22 de octubre de 2016

Escriturismos y calamidades

          Había cierta voluptuosidad en la escritura con pluma: ese deslizarse las palabras como en vuelo (como al vuelo), y la estilográfica recuperaba el aletear de sus predecesoras: plumas de ganso, de águila, de cigüeña, plumas de ave de verdad, de ángeles quizá, y ahí cobraba sentido la expresión ‵ escribir como los ángelesʹ… Luego las máquinas de escribir también tenían ese no sé qué que queda balbuciendo de la caricia, del tacto de las teclas: el marfil del piano de la escritura, el cristal luego, la baquelita o el plástico de distintos colores de los años 60. Tocar la máquina de escribir como se toca un instrumento, ir desgranando las notas según el impulso de una partitura interior… Quizá yo he hecho el camino a la inversa: al principio me fascinaban las máquinas, le daba como un sentido de realidad a nuestra loca pasión. Como las costureras cosían con sus máquinas Singer, o Alfa, así los escritores hilvanaban palabras con sus Underwood, sus Smith-Corona, sus Remington, sus Royal. Y precisamente una Royal, luego sabría que como la de Fernando Pessoa, fue mi primer instrumento. La compré por 5000 pesetas a través de los anuncios por palabras del periódico. Y luego tuve muchas más, que iba adquiriendo en el Rastro cada vez más baratas (a partir del siglo XXI, con la informática, cayeron en desuso, y la gente empezó a considerarlas un estorbo, de lo que doy gracias al Dios de los sistemas binarios). Pero según he ido teniendo más máquinas de escribir, más he ido reservando la discreción y el silencio de la escritura manual para esas cosas que uno se dice en soledad a sí mismo.
            Y para que los vecinos no llamen a la policía.

Eduardo Fraile

sábado, 15 de octubre de 2016

No se le cocía el pan...

          Una de esas expresiones maravillosas que leemos en el Quijote, y que pertenecen al acervo popular, como los refranes, las sentencias, esa moneda fraccionaria del idioma, maravedís brillantes por el uso en un momento dado y que luego quizá pierden vigencia, y vigor, y lustre, y dejamos un día de saber qué querían decir con ella nuestros antepasados… una de esas elocuentes frases hechas de la lengua es ésta: no cocérsele el pan a alguien. ¿Pero qué significa?
           ─No se le cocía el pan a Don Quijote, esperando noticias de su amada Dulcinea… Evidentemente, entendemos lo que se quiere transmitir: impaciencia, deseo de que se consuma ese lapso de tiempo que nos separa de algo que anhelamos. El que espera desespera, estar en ascuas, vivo sin vivir en mí, etc., etc.
              Y su vigencia plena habrá llegado posiblemente hasta la mitad larga del siglo XX, y en nuestros pueblos, lugares y aldeas quizá más, mientras durase el horno de leña del panadero, si no lo había también en alguna de las casas particulares. No cocérsele el pan a uno, no acabársenos de cocer el pan… Todavía recuerdo a los últimos panaderos de Castrodeza, el señor Bienvenido y la señora Emiliana. Íbamos los niños a por el pan, y muchas veces nos sentábamos en el escaño a que acabara de cocerse la masa… Nuestra madre nos contaba cómo, de pequeña, ella traía la masa hecha de casa en un carretillo de madera, cubierta con un paño blanco. Panes para toda la semana, o lo que durasen, 20 o 25 panes que ella esperaba a que se terminaran de cocer y luego llevaba crujientes, coruscantes, calentitos, cuesta abajo, hasta la calle del Río.
            La gran nasa de mimbre de la despensa de la abuela Evarista, donde nos escondimos tantas veces (cabíamos de pie), conservaba esa tanda de pan candeal lo que fuera necesario, mejor dicho, lo que fuere menester.


Eduardo Fraile

sábado, 8 de octubre de 2016

El apoderado II

    Joder, qué huevos tienes, cabrón. Qué pasa, que mi dinero no es lo suficientemente atractivo para ti, que me devuelves el cheque por correo en un sobre de hilo desde Oahu, Hawái, con una nota manuscrita, pero no por ti, que no das un palo al agua, sino por mi hija. O sea que ella sí te gusta, ladrón de criaturas indefensas, corruptor de menores (que ya sé que ha cumplido 24 ahí, en esa isla del demonio, pero es inocente como un ángel). Te mataré. Enviaré sicarios a que te corten en folios, esos que no has escrito para mí. Que te conviertan en resma y te impriman en una máquina de tipografía. Y no me creo nada de lo que ella ha escrito detrás de la foto donde posáis los dos, que seguro que la has obligado. Qué puede haber visto en ti, que podrías ser su padre, o sea yo, santo Dios, ya no sé ni lo que digo. Y si al menos esto hubiera servido para sacarte un original, todavía podría perdonarte… en fin, te perdonaría a partir de la 6ª edición. Joder, joder. Me habían prevenido de que eras un peligro, pero jamás hubiera creído que lo eras de verdad, tan educado, tan etéreo, con esa voz… Claro, claro, pero es que no respetas nada, no tienes moral. Si ya lo dice el refrán castellano: Donde tengas la olla no metas la polla. Dios, como te pille te la cerceno con el hocino de vendimiador. 500 folios, quiero 500 folios que sean pan de oro, o eres hombre muerto. Y dile a esa perdida que asoma por detrás de tu hombro que queda desheredada.


Eduardo Fraile

sábado, 1 de octubre de 2016

Carroggio Ediciones

Voy a escribir el poema de Carroggio Ediciones, cuyos libros
y enciclopedias faltan en mi biblioteca. En las Ferias
del libro, en las Ferias de muestras, en las Ferias
de lo que fuese, allí había una caseta de Carroggio Ediciones,
como las de Planeta o Salvat, Plaza & Janés o Círculo de Lectores.
Qué dura ha debido ser la vida del placista,
que así se llamaban aquellos vendedores ambulantes
a comisión, como los cómicos de la legua, como los predicadores
anarquistas, como los chocolateros de Vezdemarbán,
qué sé yo, quiero rendirles homenaje
ahora que ya sé lo difícil que es vender cualquier cosa,
pero muchísimo más si esa cosa consta de un conjunto de páginas impresas.
¡Hurra! Bravo por vosotros, vendedores de biblias
y enciclopedias, y de Historias de España
y del Arte, y de infinitas colecciones de novelas y cuentos
y Quijotes ilustrados por Doré, o los grandes bostezos
del pensamiento universal. Cuántos padres
de hijos como yo se entrampaban a plazos (de ahí lo de ʹplacistasʹ)
para adquirir esas frondosas toneladas de papel…
no para ellos, sino para que nos iluminaran y nos diesen calor
a nosotros, y nos hiciéramos hombres de provecho.
Persigo ahora por librerías de viejo, o en el Rastro,
esos libros que en su día desprecié. Internet
es el ama de Don Quijote, que ha arrojado a la hoguera
del corral toda esa leña santa, todas esas palabras
esculpidas, grabadas sobre papeles de hilo
(o de pulpa, qué más da). Gutenberg ha muerto
y los que perseveramos en el amor del papel
y la tipografía, seremos perseguidos como criminales,
como los romanos que se retiraban a las villas
(villanos) aisladas en los pagos rurales (paganos) a morir en su fe
panteísta. Qué lejos
parece que está todo, pero qué cerca la muerte
de lo que amamos. Y era el domingo final,
el cierre de las Fiestas de San Mateo. Valladolid
1978 o 79. Y fui solo a la clausura de la Feria de Muestras,
donde de niños nos llevaban nuestros padres: el pabellón
del Cola-Cao era nuestro preferido: siempre regalaban una pala
o una pelota, o algo, que nos consolaba del final del verano
y la vuelta a los colegios. Fue mi primer trabajo
remunerado, si lo miramos bien. El hombre de Carroggio
Ediciones, cuyo stand estaba curioseando
me dijo: ─Chico, si vienes luego a ayudarme a desmontar
te ganas 200 pesetas y un bocadillo.
Debió verme muy delgado, con la mirada febril
y una chaqueta vieja del abuelo Bernardino
(con los bolsillos vacíos, ésa era la verdad).
Y fui cuando ya la gente comenzaba a ralear y la tristeza
se apoderaba de todo, del muñeco de Michelín, de los tractores
Deutz, de los vehículos flamantes que servían de asiento a tórridas azafatas,
aburridas y acalambradas por los altos tacones
y la electricidad estática que generaba la fricción de sus culos
sobre la chapa de las carrocerías, y le dije: ─He venido
como quedamos. Y estuve un par de horas acarreando cajas
de libros (esos libros que un día escribiría
yo) hasta la furgoneta ─una DKW─ del placista
de Carroggio Ediciones. Tras el último viaje
(dudé un momento si cumpliría su palabra) me dio los dos billetes
y se comió conmigo un bocadillo de tortilla
en la caseta de una de aquellas marcas de cerveza de entonces:
El águila, Skol, La cruz blanca, qué sé yo,
y al despedirnos me estrechó la mano:
─Adiós, chaval, pero qué flaco estás.
¡A ver si un día te veo en nuestra colección de Premios Nobel!


Eduardo Fraile

sábado, 24 de septiembre de 2016

La escala

I
Luego, tras esos días de silencio espesísimo
(de hueco, de orfandad, de vaciamiento, de desposesión)
posteriores a la partida de las golondrinas,
había una mañana o una tarde un susto
del aire, un vuelco al corazón, un repentino
y familiar dicharacheo de chilliditines…
Y la alegría nos ahogaba (o nos embargaba)
de nuevo… Habían regresado,
¿por qué razón? Y le dábamos vueltas esa noche
o esas dos noches en que volvían a tomar posesión de sus nidos.
¿O quizá ya eran otras golondrinas más septentrionales
que hacían un pequeño descanso en Castrodeza
para reponer fuerzas?

II
Y era lo más probable, de Inglaterra, quizá
procederían, y hacían noche en unos nidos castellanos,
de adobe candeal, antes de sumirse por el embudo del estrecho
de Gibraltar que las vaciaría en los confines de Sudáfrica:
en el estrecho de Magallanes.
Porque no contestaban a nuestros reclamos
apenas, como atareadas y embebidas en su insensata misión,
reconcentradas y económicas,
viajeras
en ruta hacia una nueva primavera…


Eduardo Fraile

sábado, 17 de septiembre de 2016

Ser o no ser (de allá)

Eran aquellas tardes de canícula, de tormentas de polvo
y paja menudísima, gotas de lluvia que caían de pie
sobre las eras, como con majestad, y olían a tierra, a trilla,
a parvas de oro de distintos fulgores: trigo, cebada, yeros
que se elevaban en cónicos montículos…
Eran las tardes de aparvar, de Luis Ocaña,
de cangrejos capturados con cestillos de mimbre
y reteles de cáñamo, de los primeros aparatos de televisión
(y de los Teleclubs de los pueblos, con su pequeña biblioteca
y sus bancos de iglesia para adorar el ojo
del dios de las imágenes en blanco y negro con oscilaciones
y franjas que subían y bajaban, y nieve, mucha nieve,
que caía sobre todo en verano, hasta que se perdía la señal
y entonces se decía: es de allá, por el calor, por la tormenta,
por lo que fuere). Tardes
en que se iba la luz, a lo mejor, y encendíamos velas
en casa, y no se podía planchar.
Luego los televisores serían un electrodoméstico
más de los hogares, y de hecho tenían ya nombres de lavadora,
como la nuestra: Westinghouse. Y se seguían viendo mal
(o peor) cada verano. Eso es de allá, que quería decir
que no era culpa de nuestro televisor, o sea que no había que darle un golpecito
en la carcasa de madera. Yo lo sigo diciendo
cuando algo cae fuera de mi jurisdicción, no es de mi incumbencia
o no quiero inmiscuirme: eso es de allá. Tardes de películas
del oeste, de campanas que tocaban a rebato si había fuego
o granizo. De allá, de acá, con fatalidad y temor
y esperanza, a Dios rogando
y con el mazo dando… 


Eduardo Fraile

sábado, 10 de septiembre de 2016

Las fiestas

No nos gustaba bailar (nos parecía una estupidez
de tomo y lomo). Pero llegaría el momento en que las chicas
(alguna sobre todo) comenzaran a adueñarse del tormento
y del éxtasis, de la esperanza y del sueño
y el apetito (y de la falta del apetito y el sueño)
de nuestro corazón. Aquellos seres
con coletas, que nos estorbaban en los juegos
y a los que aborrecíamos profundamente, empezaron a constituirse
en el centro de todo. ¿Cómo podía ser,
cómo podía haber sido? Ése era el gran misterio
de nuestra adolescencia. Y resulta que una de las mejores maneras
de tocar a esos entes ahora maravillosos, era bailando
con ellas. Que nos seguía pareciendo ridículo, pero cómo sería
la cosa, que estábamos dispuestos a caer en ese pozo
insondable, y donde hiciera falta, para estar entre los brazos
de la propietaria de aquellas alas anaranjadas.
En eso debía consistir la Teoría de la relatividad
de Einstein. Y empezábamos también a querer ir a las fiestas
de los pueblos vecinos: a Wamba, a Torre, a Peñaflor, a Ciguñuela…
y a Villanubla, que eran a primeros de septiembre,
con el curso a punto de comenzar. A la angustia
del final del verano, de la vuelta a la ciudad,
del brotar en las eras desiertas de los quitadesayunos,
se sumaba ahora una nueva forma de tortura interior:
el enamoramiento. Dios, qué difícil
se estaba poniendo esto de vivir.


Eduardo Fraile

sábado, 3 de septiembre de 2016

Cervantes bibliófilo

          De una reciente biografía de Cervantes me llama la atención un detalle menor: vemos en un momento dado al autor del Quijote en Sevilla, en una subasta de libros, donde adquiere varios volúmenes lujosos a un precio no barato. Quizá, de todo el libro de Jordi Gracia, Cervantes, la conquista de la ironía, esta imagen del primero de nuestros ángeles civiles pujando por un lote posiblemente de una biblioteca privada, sea lo que más agradezco. Una instantánea de Cervantes bibliófilo (y bibliófilo pobre), gastándose quizá unos dineros excesivos (para su peculio, y para el propio valor de las cosas en ese momento de su vida), que seguramente le harán falta para destinos de más provecho, aunque lo que aquí se nos declara es a alguien poseído por el deseo de las cosas físicas, de los objetos bellos, y más si son libros que admira. O sea que está acorriendo al provecho del espíritu, cuando acaso pasa necesidad.
            Y se gasta 18 reales en cuatro libritos dorados de escritura francesa, lo que me llena de emoción, pues me reconozco en él cuando yo mismo en el Rastro, y en las librerías de viejo o de ocasión, compro libros en francés a más que muy buen precio, pues ya nadie lee la hermosa lengua de Montaigne, persuadidos como están mis contemporáneos de que el bárbaro inglés les ha de resultar de más provecho. Y además se gasta otros 30 reales en una historia de Santo Domingo, que luego usará para documentar una comedia. Le acompaña Agustín Espinel, que es pagador del servicio de abastos, o sea que quizá Cervantes ha cobrado ─o tiene la esperanza de cobrar─ algún atraso de sus servicios al Rey.
           Cómo disfruto viéndole acariciar, ya en soledad, el papel de esos libros, su delicada hilatura, el crujiente palpitar de unas alas con las que vuela por las regiones del aire, como su héroe, por cierto, al que subirá a un caballo de madera, pero esta es otra historia que aún no ha comenzado a escribir ─estamos en 1590─ pero que ya le ronda o le va a rondar o anda rondando la redondez de las estrellas.


Eduardo Fraile

sábado, 27 de agosto de 2016

El minarete


Parecía una estampa de Las mil y una noches
(una de aquellas láminas en las que aparecía una ciudad
entre las dunas anaranjadas). El páramo de Villanubla,
todo cubierto de ondulantes espigas, era atravesado por el Coche de línea
de Ciguñuela, Wamba, Castrodeza, Torrelobatón, San Pelayo…
Sólo cielo y trigal (aunque nuestro amarillo era más rubio de cebada),
y como única elevación o distorsión de esa esencialidad,
de esa especie de ascética o de mística del horizonte,
un minarete árabe (o que así nos lo parecía a nosotros
con naturalidad: de hecho, en Wamba tenían una iglesia
con arcos de herradura). Pero esa torrecilla,
casi flotando sobre el mar cereal, temblaba con visos de espejismo,
y nosotros la veíamos a través de las ventanillas
del autobús como una primera aparición del verano,
una primera entrega del surtido de deslumbramientos
que nos esperaba en la casa de la abuela Evarista,
en Castrodeza. Y quizá imaginábamos una expedición
a la conquista de aquella rara espiga, una tarde
cuando aprendiéramos a andar en bicicleta. Brillaba
como si tuviese un capuchón de oro, tipo Taj-Mahal.
¿Estaría habitada? ¿O acaso se trataba de un palomar distinto
de los rechonchos columbarios de la Tierra de Campos?
Hermosa y solitaria entelequia, quizá producto de nuestra imaginación.
Y el secreto sería desvelado a su tiempo (a nuestro tiempo:
¿y tú qué tiempo tienes?, nos decían para preguntarnos la edad):
cuando aprendimos a comprender (a integrar cada parte
en el todo) que aquella desviación para entrar en Ciguñuela
el ramal de Ciguñuelaiba cayendo como al interior de una hondonada
donde se sentaba ese pueblo, cuya iglesia de piedra
era la propietaria de una torre muy alta que se empinaba, que se ponía de puntillas,
como para ver lo que pasaba en la llanura.
Como para vernos pasar.

Eduardo Fraile