Había cierta voluptuosidad en la
escritura con pluma: ese deslizarse las palabras como en vuelo (como al vuelo),
y la estilográfica recuperaba el aletear de sus predecesoras: plumas de ganso,
de águila, de cigüeña, plumas de ave de verdad, de ángeles quizá, y ahí cobraba
sentido la expresión ‵ escribir como los
ángelesʹ… Luego las máquinas de escribir también tenían ese no sé qué que queda balbuciendo de la
caricia, del tacto de las teclas: el marfil del piano de la escritura, el
cristal luego, la baquelita o el plástico de distintos colores de los años 60. Tocar la máquina de escribir como se
toca un instrumento, ir desgranando las notas según el impulso de una partitura
interior… Quizá yo he hecho el camino a la inversa: al principio me fascinaban
las máquinas, le daba como un sentido de realidad
a nuestra loca pasión. Como las costureras cosían con sus máquinas Singer, o
Alfa, así los escritores hilvanaban palabras con sus Underwood, sus
Smith-Corona, sus Remington, sus Royal. Y precisamente una Royal, luego sabría
que como la de Fernando Pessoa, fue mi primer instrumento. La compré por 5000
pesetas a través de los anuncios por palabras del periódico. Y luego tuve
muchas más, que iba adquiriendo en el Rastro cada vez más baratas (a partir del
siglo XXI, con la informática, cayeron en desuso, y la gente empezó a
considerarlas un estorbo, de lo que doy gracias al Dios de los sistemas
binarios). Pero según he ido teniendo más máquinas de escribir, más he ido
reservando la discreción y el silencio de la escritura manual para esas cosas
que uno se dice en soledad a sí mismo.
Y para que los vecinos no llamen a
la policía.
Eduardo Fraile
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