sábado, 25 de agosto de 2018

La profecía


Iowa/ Nevers, mirándose a los ojos, sin pronunciar una palabra. Voces en off

— En el futuro vas a ser muy famoso. Escribirás un libro sobre mí, sobre nosotros. Se traducirá a todas las lenguas políticas del mundo.
— La poesía es intraducible.
— Pero el libro que harás, sí. Lo entenderán todos, incluso los que no sepan leer. Creo que será un libro distinto, como una novela pero con poemas, no sé, ya se te ocurrirá algo.
— En el futuro.
— Eso es. En el maravilloso futuro. En otro futuro quizá…
— ¿… donde no estemos juntos?
— No pensaba eso…
— Pero sí lo pensabas. No me importa la fama. Me da igual. Nada puede compararse a haberte conocido. Todos los libros que pudiera escribir no valdrían uno solo de tus besos.
— Ay, ay, ay, mi poeta. Pero el libro en el que me recuerdes se elevará por encima de mí, por encima de nosotros, como un ángel. Tus palabras aladas, como decían los griegos.
— Los griegos, que te hicieron nacer de mi deseo. El futuro es casi lo mismo que el pasado. Las palabras son soledad. Ya no quiero escribir ese libro que dices. Te prefiero de carne y hueso y luz, no de papel.
— Bésame, cállame. No puedo tener esta conversación contigo todavía.

Eduardo Fraile

sábado, 18 de agosto de 2018

I♡WA


          
          Mi pequeño dinosaurio dinosaurito. Recorro con la lengua tu columna musical. Sabes a cuerda de piano, a metales que fulgen en el atardecer. Tú eres mi paseo del crepúsculo, mi Sunset Boulevard lleno de estrellas que piso acariciándote. Tienes cosquillas hasta en esta deliciosa cordillera/cremallera. Andes lo que andes no te andes por los Andes… Andes que voy descendiendo hacia Chile, hasta las regiones sacras y coxígeas más australes de Ushuaia. Iowa/ Ushuaia…
***
               Mi pequeño dinosaurio. Te desperezas y el Universo se estremece de placer. Sacudes el mundo con un coletazo y todo comienza  funcionar. El sol saca tus picos, tan parecidos a las púas de tu columna, y todas las cosas sonríen con tu sonrisa. Ésa es la conexión. Primero me contagias a mí, y luego la vida renace…
***
           Mi pequeña dinosauria: soplo delicadamente sobre las gotas de sudor que resbalan por tu espalda. El sol hace brotar este delicioso rocío sobre ti. O las persigo con la lengua hasta que me entregan su sabor marino como un néctar del que emana la vida. Marinero mío, te dice el mar que soy, las olas de mis caricias. O mi mar, si el marino soy yo, remando y remándote sin fin…
***
             Si alguna vez me despertara y no estuvieras ahí, si alguna vez no me quedara más remedio que recordarte, si alguna vez incluso tu recuerdo se me desvaneciera por completo entre la niebla del pasado…

Eduardo Fraile

sábado, 11 de agosto de 2018

La partida


vámonos,
        Cuando Iowa dijo: venga, es hora de comenzar nuestro viaje, fuimos a Santander con intención de pasar luego a San Sebastián y cruzar la frontera por Irún, pero las cosas salieron de otra manera, y desde el puerto deportivo de Santander viajamos en un barco hasta Cabourg, en la Normandía fancesa, el Balbec de Proust. El barco —un yate de unos ingleses que conocimos en el restaurante en que nos desquitábamos de muchos días de comer conservas en la cabaña de Tony— fue bordeando la costa francesa sólo por dejarnos a nosotros allí, y esa deferencia y ese honor eran en homenaje a la belleza de mi acompañante, a la que se le rendían flotas británicas enteras, así que Nevers no lo vimos, pues de Cabourg fuimos directos a París a coger el Concorde, o la Concorde, como llamaban los franceses a su elegante pájaro.
            Los días que estuvimos en Asturias fueron bastante melancólicos, Imán/Iowa comenzó a tener esos instantes de ensimismamiento, de abstracción, que me la arrebataban a otro lugar y a otro tiempo. Y volvía empapada de lluvia, pero otra lluvia distinta a la de aquí. Así que lo de irnos y comenzar nuestra ruta a Des Moines también empezó a ser una huida de nosotros mismos, de lo que nos podía pasar en el futuro, más que de algún peligro exterior, cada vez más nebuloso y remoto, ciertamente.
       Tony nos dijo por teléfono dónde dejar las llaves. La Luna se quedaba esperándonos en su plaza de la Cruz Verde. Que le mandásemos postales a Pedro, a la editorial, mejor que al Café. No había vuelto a ver señales de peligro en lontananza, pero por si acaso. Con lo que ahora sabía yo de la historia del dinero de Imán me parecía todo más irreal que antes, y lo que temía de verdad era despertarme cualquier día sin Iowa a mi lado y que todo hubiera sido un sueño, un espacio entre dos palabras, una vacilación entre dos sorbos de café. Aún así, habría merecido la pena. Y si la había soñado —o si la estaba soñando— yo ya no quería recordar. Recuerde el alma dormida/ avive el seso e despierte…     
 
***
            Descripción de la pareja británica con la que coincidimos casualmente en el restaurante de Santander (todas las sillas eran distintas). La pregunta, tantos años después, sigue siendo: ¿casualmente? Estamos devorando un plato delicioso de berenjenas rellenas, que hemos pedido porque se llama el imán levitando (en cada plato las berenjenas simulan las babuchas del imán). Estamos solos, teníamos tanta hambre que hemos entrado nada más abrir. Y justo casi después llegan ellos, una pareja muy atractiva, él con gorra de marinero, ella toda de blanco vaporoso. Sobre los 40 los dos. Hablan en inglés, entre risas, y se sitúan cerca de nosotros. Noto enseguida la mirada codiciosa de él con respecto a Iowa. No intenta disimularla, sino que se hace casi descarada. Ella me habló la primera vez de cómo le afectaba el deseo de los demás, pero en este caso parece casi un juego, de hecho, al punto se levanta y viene a nuestra mesa. Se presenta y se disculpa. ¡Es tan bella! Total, que acabamos los cuatro juntos, y no estuvo mal. Casi mundanos, casi naturales, casi encantadores. Pero se notaba ese ‘casi’, o al menos lo notaba yo. Ella reía como intentando borrar con su risa lo que de abordaje en toda regla había tenido aquella maniobra en principio inocente y, ya digo, ¿casual?

***



1. — ¡Anda! y pensáis ir a París en tren... 
         ¿Por qué no os venís con nosotros por la costa hasta Normandía?

2. — ¿De verdad? ¡Sería genial!
               (Iowa)
3. — Pero ¿cómo es vuestro barco? ¿cabemos todos?

4. — Está bastante bien, tiene 5 camarotes, así que hay espacio de sobra

5. — No sé, no sé...
    — Venga, decid que sí

6. — ¡Vale! Vamos con vosotros. ¿Cuándo pensabais salir? 

7. — Mañana temprano, pero veniros al yate ya, y os lo enseñamos

8. — Nuestras cosas están en el hotel
    — Claro, os acompañamos y tomamos allí un café de despedida

9. —  ¡Ale! ¡A navegar!


Eduardo Fraile

sábado, 4 de agosto de 2018

Los tíos guapos


            Y estaba aquel que se había acostado con más de mil mujeres (él empleaba el verbo cepillar), y lo decía sin un átomo de presunción, y esto no dejaba en buen lugar al sexo femenino. ¿Estaría Iowa entre ellas? Y aquel otro de los ojos muy grandes, como de un dibujo de los cuentos de Doncel que leía en mi infancia. Su chica era también muy guapa, pero le dejó, se conoce, porque él empezó a posar de solitario sin ella a partir de un momento dado, y su mirada se quedaba perdida y vidriosa, y en los años sucesivos seguí viéndole de lejos y nunca más le vi con otra (y esto quizá tampoco decía bien de sí), como obstinándose en escupir a la cara al destino. Y Luis Asensio, que se separó también de su mujer (él sí estaba casado) y se fue perdiendo en el laberinto de las depresiones y el alcohol…
            Eran tíos guapos, esbeltos, masculinos hasta el límite. Derrochaban virilidad. No me extraña que arrasaran y quizá fueran arrasados por los huracanes sentimentales que iban provocando. Pero también estaban esos otros guapos hacia lo femenino, diríamos, siendo plenamente heterosexuales. Pienso en Íñigo, el novio de Elena, por ejemplo, tan etéreo e inconsútil como ella, o Luis del Álamo, con sus ojos clarísimos y su melena de ángel de Salzillo. Yo no sé muy bien si podía considerarme poseedor de algún tipo de hermosura, pero Iowa me había elegido y zanjó la cuestión enseguida:
          Eres el tío más varonil que he conocido en mi vida. Y esa barba y esa voz… Tu voz toca. Y ya, cuando sonríes, con todos esos dientes que me quieren morder…
         Y luego también los gays, que por aquellos años y en aquel café donde reinaban sin mirarse y sin haber pensado nunca en ello las chicas más guapas de Valladolid, que era como decir de Des Moines y del mundo— pues casi ni nos fijábamos en ellos, la verdad. Muy guapo y jovencísimo era Juan, por ejemplo, que siempre admiró mucho mis cosas y me felicitaba con alborozo y efusividad. Nunca se me ocurrió pensar que fuese gay, y lo supe muchos años después, ya en otro siglo, cuando alguien muy deteriorado física y mentalmente se puso a molestarme en el Café Bleu, que no estaba muy lejos de La Luna, a calle y media, en el trozo de Simón Aranda que desembocaba en Mantería.
          Me costó días comprender que aquella persona francamente repulsiva había sido un bello ángel que ardió sin consumirse en otro lugar y en otro tiempo, y quizá también, por qué no decirlo así, en otro planeta…

Eduardo Fraile