sábado, 4 de agosto de 2018

Los tíos guapos


            Y estaba aquel que se había acostado con más de mil mujeres (él empleaba el verbo cepillar), y lo decía sin un átomo de presunción, y esto no dejaba en buen lugar al sexo femenino. ¿Estaría Iowa entre ellas? Y aquel otro de los ojos muy grandes, como de un dibujo de los cuentos de Doncel que leía en mi infancia. Su chica era también muy guapa, pero le dejó, se conoce, porque él empezó a posar de solitario sin ella a partir de un momento dado, y su mirada se quedaba perdida y vidriosa, y en los años sucesivos seguí viéndole de lejos y nunca más le vi con otra (y esto quizá tampoco decía bien de sí), como obstinándose en escupir a la cara al destino. Y Luis Asensio, que se separó también de su mujer (él sí estaba casado) y se fue perdiendo en el laberinto de las depresiones y el alcohol…
            Eran tíos guapos, esbeltos, masculinos hasta el límite. Derrochaban virilidad. No me extraña que arrasaran y quizá fueran arrasados por los huracanes sentimentales que iban provocando. Pero también estaban esos otros guapos hacia lo femenino, diríamos, siendo plenamente heterosexuales. Pienso en Íñigo, el novio de Elena, por ejemplo, tan etéreo e inconsútil como ella, o Luis del Álamo, con sus ojos clarísimos y su melena de ángel de Salzillo. Yo no sé muy bien si podía considerarme poseedor de algún tipo de hermosura, pero Iowa me había elegido y zanjó la cuestión enseguida:
          Eres el tío más varonil que he conocido en mi vida. Y esa barba y esa voz… Tu voz toca. Y ya, cuando sonríes, con todos esos dientes que me quieren morder…
         Y luego también los gays, que por aquellos años y en aquel café donde reinaban sin mirarse y sin haber pensado nunca en ello las chicas más guapas de Valladolid, que era como decir de Des Moines y del mundo— pues casi ni nos fijábamos en ellos, la verdad. Muy guapo y jovencísimo era Juan, por ejemplo, que siempre admiró mucho mis cosas y me felicitaba con alborozo y efusividad. Nunca se me ocurrió pensar que fuese gay, y lo supe muchos años después, ya en otro siglo, cuando alguien muy deteriorado física y mentalmente se puso a molestarme en el Café Bleu, que no estaba muy lejos de La Luna, a calle y media, en el trozo de Simón Aranda que desembocaba en Mantería.
          Me costó días comprender que aquella persona francamente repulsiva había sido un bello ángel que ardió sin consumirse en otro lugar y en otro tiempo, y quizá también, por qué no decirlo así, en otro planeta…

Eduardo Fraile

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