sábado, 28 de marzo de 2015

A lavar al río



Te veo ir a lavar al río, con la banca
y la tabla ondulada y un barreño de zinc lleno de ropa.
Te veo yendo al río conmigo de la mano
o llevándote el cantero de jabón
Lagarto, como esos que ahora me compro en los bazares de los chinos.
Te veo arrodillada, como orando a la corriente,
como rezándole al agua con las otras mujeres
de Castrodeza. Te veo unirte a ellas los veranos
cuando dejábamos Madrid (en Madrid había lavadoras,
hermosas lavadoras cilíndricas con tapa). Te veo retorcer,
aclarar, tender la ropa sobre los cardos de las eras
con delicadeza infinita. Te veo hacerte niña,
cuando lavabas en invierno con las manos llenas de sabañones,
llorando de dolor. Y te veo lavar en el río cantando,
cantándome una canción en la que había un castillo
cayéndose, y al que sostenían una pulga y un piojo.
Bueno, en realidad la letra decía ‘un piejo’:
El castillo de Torre se está cayendo
una pulga y un piejo le están teniendo…

Eduardo Fraile

sábado, 21 de marzo de 2015

I ♥ Villarcayo



            Quiero que se me note bien el corazón, ahora que puja la primavera por romper en las yemas y vestir los almendros de lencería intimísima. Nieve que ha suspendido su caer, blancor ingrávido. ¿Pesa la luz? ¿La luz puede detenerse? ¿Cómo se frena el corazón a 300.000 latidos por segundo?
            Los alumnos del Instituto de Villarcayo me invitaron en enero (el 22 de enero) a visitarles y no pude llegar. Las carreteras a partir de Burgos estaban todas cortadas por la nieve. Tuve que volverme a Valladolid con mi cartera llena de aviones de papel y pinturas Alpino. Y ese encuentro con autor (el autor que era yo) se trasladó a febrero (el 26 de febrero), y cuando ese día ya estaba con un pie en la escalerilla del tren, una llamada me confinaba en los límites de mi ciudad (¡Ah!, ¿es usted de Valladolid?, y perdone si le falto…), mi ciudad de adopción, pues en realidad soy madrileño como quizá ya he dejado dicho aquí, en esta ventana donde me asomo cada sábado (me asomo a la ventana y pasa un ángel). El caso es que ese día se desbordó el río Nela e inundó el Instituto Merindades de Castilla (existen fotos y reportaje de televisión).
            Quizá el destino, porque el destino sí sabe, y contesta, me reservaba para marzo (el 12 de marzo), ¿o quizá no? ¿Qué pasaría esa mañana, qué impedimento se opondría esta vez? Y de la mano de un ángel (porque el profesor que me llevó desde Burgos se llamaba Ángel Rojo) llegué por fin a ese paisaje de sueño, casi desperezándose, con guedejas de niebla en el valle que se abría a nuestros pies, allí abajo, como si pasara un rebaño de borrosas merinas (que no sé si merindad viene de las ovejas merinas). ¡Qué belleza! ¡Qué escondida y purísima e insólita belleza!
            Ya luego todo sucedió como dentro de ese sueño, con irrealidad y maravilla, pero también con la naturalidad de lo onírico, con la natural y tranquila subversión de la realidad con que se desarrollan los acontecimientos importantes en nuestra vida.
            Una chica muy guapa, en la primera fila, esperó hasta el final (cuando ya todos me estaban aplaudiendo) para hacerme la pregunta más inocente, quizá, pero también más perversa. La besé en la calle, al despedirnos, y todavía hoy pienso qué responder, o quizá es que no he conseguido olvidarla…

Eduardo Fraile

sábado, 14 de marzo de 2015

Adiós con puñado de sal



Cierra la Casa del bacalao, el último
templo de los ultramarinos de Valladolid. Una parte
de mi niñez estaba allí, entre las latas de bonito,
las botellas de aceite y los sacos de legumbres. Incluso el chocolate
de Vezdemarbán, que yo creía extinto
permanecía allí, como esas reservas de semillas
que se custodian en las cámaras acorazadas
de los bancos, por si un día todo desaparece
sobre la faz de la Tierra… Los barriles de sardinas arenques
y el mostrador de mármol, atestado de bacaladas
de Terranova… La única tienda de Valladolid
(incluidas las librerías) que hizo un escaparate con mis libros
fue Alimentación Heras, Ultramarinos Heras,
La Casa del Bacalao. Parece irónico,
mis libros entre quesos y licores, alimentándose
de miel y de conservas, de cacao y de sal. Yo iba
todas las navidades allí, a comprar el bacalao para las cenas
de Nochebuena y Nochevieja. Primero de la mano
de mi madre y luego solo. Ahora
mis pasos errarán sin encontrar la casa, la esquina y el olor…
Seré un perro husmeando
la salazón, siguiendo un rastro antiguo
que se remonta a mi infancia.
Pero esa infancia también es ya poema,
páginas de mis libros con que un niño hace barcos
y aviones de papel…

Eduardo Fraile

sábado, 7 de marzo de 2015

Monada y yo



            El segundo parque que conocimos en Valladolid fue el Parque del Poniente. La primera mañana fuimos al de la plaza de San Juan, con columpios y una fuente, y una caseta de melones como las de Madrid, de tablas verdes. Eran los primeros días de septiembre de 1967. El parque del Poniente era mucho mayor, con más árboles, más columpios, y escaleras y avenidas que dividían como distintos ambientes… y estatuas: las de Popeye y Olivia, a quienes veíamos en los dibujos animados, y las de Pipo y Pipa, que debían ser más antiguas. A nosotros no nos sonaban de nada. Los toboganes eran mayores, con curva en el descenso, y había también dos grandes caballos de madera, no he vuelto a ver ese tipo de columpio: una especie de viga donde cabíamos sentados ocho o nueve niños, uno detrás de otro, que era lanzada con un movimiento de vaivén.
            La que empujaba aquel en que yo me subí debía de ser la hermana mayor de alguno de los otros jinetes. Nos agarrábamos a una especie de manija en forma de T, y con las piernas colgando nos elevábamos y caíamos hacia atrás entre gritos y risas y un cosquilleo de mariposas revoloteando en el estómago. No sabía yo entonces que esa imagen de las mariposas en el estómago se usaba para definir el enamoramiento, como tampoco si aquel hueco que se abría dentro de mí era cosa del vértigo o de la belleza novísima (como era nueva la ciudad y la casa), desarmante e impactante, de aquella muchacha.
            No podía apartar de ella la mirada, como no he sabido hacerlo después, en cada una de las ocasiones que me ha sido dado ver lo sobrenatural. Con esa seriedad reconcentrada, espantada y atenta, infinitamente atenta, que es mi manera de saludar a los ángeles, de decir hágase. Y ella no me acarició entonces con sus alas, sino que me fulminó en pleno ascenso al cielo mínimo y municipal de un parque en el atardecer con su voz maravillosa, con la espada de fuego de su voz, echándome del Paraíso:
            Qué me miras, ¿acaso tengo monos en la cara?

Eduardo Fraile