sábado, 21 de marzo de 2015

I ♥ Villarcayo



            Quiero que se me note bien el corazón, ahora que puja la primavera por romper en las yemas y vestir los almendros de lencería intimísima. Nieve que ha suspendido su caer, blancor ingrávido. ¿Pesa la luz? ¿La luz puede detenerse? ¿Cómo se frena el corazón a 300.000 latidos por segundo?
            Los alumnos del Instituto de Villarcayo me invitaron en enero (el 22 de enero) a visitarles y no pude llegar. Las carreteras a partir de Burgos estaban todas cortadas por la nieve. Tuve que volverme a Valladolid con mi cartera llena de aviones de papel y pinturas Alpino. Y ese encuentro con autor (el autor que era yo) se trasladó a febrero (el 26 de febrero), y cuando ese día ya estaba con un pie en la escalerilla del tren, una llamada me confinaba en los límites de mi ciudad (¡Ah!, ¿es usted de Valladolid?, y perdone si le falto…), mi ciudad de adopción, pues en realidad soy madrileño como quizá ya he dejado dicho aquí, en esta ventana donde me asomo cada sábado (me asomo a la ventana y pasa un ángel). El caso es que ese día se desbordó el río Nela e inundó el Instituto Merindades de Castilla (existen fotos y reportaje de televisión).
            Quizá el destino, porque el destino sí sabe, y contesta, me reservaba para marzo (el 12 de marzo), ¿o quizá no? ¿Qué pasaría esa mañana, qué impedimento se opondría esta vez? Y de la mano de un ángel (porque el profesor que me llevó desde Burgos se llamaba Ángel Rojo) llegué por fin a ese paisaje de sueño, casi desperezándose, con guedejas de niebla en el valle que se abría a nuestros pies, allí abajo, como si pasara un rebaño de borrosas merinas (que no sé si merindad viene de las ovejas merinas). ¡Qué belleza! ¡Qué escondida y purísima e insólita belleza!
            Ya luego todo sucedió como dentro de ese sueño, con irrealidad y maravilla, pero también con la naturalidad de lo onírico, con la natural y tranquila subversión de la realidad con que se desarrollan los acontecimientos importantes en nuestra vida.
            Una chica muy guapa, en la primera fila, esperó hasta el final (cuando ya todos me estaban aplaudiendo) para hacerme la pregunta más inocente, quizá, pero también más perversa. La besé en la calle, al despedirnos, y todavía hoy pienso qué responder, o quizá es que no he conseguido olvidarla…

Eduardo Fraile

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