sábado, 30 de julio de 2016

El yelmo de Mambrino




            He perseguido un yelmo de Mambrino por el Rastro, por las tiendas de antigüedades (incluso en alguna barbería de época, de esas que conservan el autoclave y los sillones de porcelana con su reposapiés de fundición: recuerdo los de Lisboa, con la marca "Pessoa" en relieve). No he podido encontrar una bacía de azófar (ni de cualquier otro metal). Lo más cercano lo he hallado en cerámica de Talavera o de Granada, supongo que con más vocación de objeto para los turistas que como elemento etnográfico. Y recuerdo al barbero de Castrodeza, a Luisito (que se suicidó por ahorcamiento y no con la navaja de afeitar), que arreglaba al abuelo Bernardino y a aquellos bravos hombres de la comarca de los Montes Torozos. Le recuerdo cuando yo era muy niño y los sábados por la tarde rasuraba a Barba azul (así le llamábamos los 17 primos Valles instalados en la casa solariega durante todo el verano). Pero Luisito no usaba bacía, sino una palanganilla de chapa esmaltada haciendo aguas: mi madre hervía un cazo de zinc en la lumbre de paja. A veces he pensado mandarla hacer de encargo, de latón, no con la medida de mi cuello, sino de mi cabeza, pero me digo que no, que esas cosas hay que merecerlas, que ganárselas, es decir encontrarlas por casualidad, como le sucede a Don Quijote, que ve venir a lo lejos a otro caballero con un yelmo dorado (lo que a Don Quijote le parece ser un yelmo) relumbrando sobre su cabeza… y la lía.

Eduardo Fraile

sábado, 23 de julio de 2016

La celada de encaje

Imagino a Don Quijote mientras limpia las armas
tomadas por el moho y el orín, cómo intenta bruñir
(limpia, fija y da esplendor), con qué productos:
asperones, lejías, estropajos de estopa, piedra pómez,
aceite, vinagre y sal. El libro de Cervantes
nos da una imagen aplicada e industriosa
del Caballero: su creciente, emocionada, exaltada vocación
de salir (de salirse de sí) en busca de aventuras
con que lograr nombre y fama. Y le vemos
intentando construir una celada
con cartones y cinta verde, para aplicarla a su morrión
simple. Fracasa, recomienza, hace la prueba
de su bondad y de su idoneidad, y al cabo, así nos dice
Cervantes con suprema elegancia, la diputó
(y hoy nos parece más prenda interior
femenina, que indelicada pieza de armadura)
y tuvo por celada finísima de encaje.


Eduardo Fraile

sábado, 16 de julio de 2016

Más sobre Cervantes

          Cervantes nos habla de manera confidencial, serena, sorprendentemente dulce.
Es ya mayor y ha sido aventurero y cautivo, y autor de algunas comedias que no le han reportado la fama y los dineros de que gozan otros poetas de la Corte, como Lope o los hermanos Argensola. Las armas y las letras, como diría Don Quijote, su personaje (ese ente de ficción que acabará teniendo más realidad que su propio creador), las palabras y los hechos, el filo de la pluma, la suavidad de la espada.
            Nos susurra. Por entre los renglones de la acción oímos su voz respetuosa y compasiva, y vemos a través de su mirada valiente, que comprende y no juzga, que acepta en los demás lo que no se permite a sí mismo. Y hay melancolía, por supuesto, a veces oscilando más hacia la luz del ocaso, pero quizá en más ocasiones yendo francamente hacia ella con decidida alegría, y esto nos esponja el corazón. Su personaje le llena. Le distrae de sí mismo, le divierte, y su sonrisa se transmite sin dificultad a los lectores. Hay una continua comunicación de luminosidad y positividad, diríamos, entre autor y lector. Las aventuras del caballero de la Mancha son la excusa para darnos esa miel hecha con todas las primaveras de su vida, que nutre y solaza y maravilla nuestro espíritu.
            Estos momentos en que su pluma corre sin detenerse (sin parar a mirarse, a corregirse, a enmendar repeticiones, deliciosos olvidos, errores de "raccord", diríamos hoy en lenguaje cinematográfico), esos momentos en que su pluma cabalga, son donde la caprichosa y azarosa fortuna le concede su premio, su galardón, su corona de vencedor de sí mismo, los mejores instantes de plenitud y de felicidad.


Eduardo Fraile

sábado, 9 de julio de 2016

El selfie más bello del mundo

En el selfie más bello del mundo hay un mastín
serenamente humano, que soporta con ecuanimidad las travesuras de un niño.

En el selfie más bello del mundo hay una enana
que hace una seña a un rey (que está posando
para un pintor, y queda fuera de campo,
pero a quien vemos reflejado en un espejo), recordándole
que se deben ya tres años de salarios…

En el selfie más bello del mundo la luz viene de la calle
a ver la escena, y a través de una puerta de madera entreabierta
también se asoma desde el interior del alcázar.

En el selfie más bello del mundo hay una niña
(que es la hija de ese rey) que parece flotar en el polvo del aire
de la estancia.

En el selfie más bello del mundo, sus dos damas
de honor le ofrecen una jícara de agua o quizá de chocolate,
pues es la hora de la merienda.

En el selfie más bello de todos los tiempos, el pintor,
que nos mira a los ojos desde el siglo XVII, congela para siempre este instante…
y lo dispara contra la eternidad.


Eduardo Fraile

sábado, 2 de julio de 2016

María Zaitegui

         Viene los veranos a Castrodeza, para hacer un descanso en el regreso a Almería desde la costa norte. Se queda un día o dos, con su hermano Teo y con Diego, su padre, mi amigo el librero de "Book Cake". Son los Z. Pero a quien reconocen las golondrinas es a ella, que les habla con los ojos, unos hermosísimos y enormes ojos negros sombreados ─asombrados─ por largas pestañas. Vienen a Castrodeza amigos, lectores (lectrices), familias con niños durante el verano, y las golondrinas esquivan su solicitud insistente. En cambio, a ella vienen ellas a verla y revolotean en torno a su cabeza (en torno a su belleza), como si fueran un pensamiento suyo, y de hecho creo que eso son, una construcción mental de María Z, que levanta entonces levemente los brazos y las golondrinas se posan en ellos un momento, sin dejar de aletear.
            Creo que su intención es elevarla y llevársela, o animarla a que eche a volar ella también y se vaya con ellas.


Eduardo Fraile