He
perseguido un yelmo de Mambrino por el Rastro, por las tiendas de antigüedades
(incluso en alguna barbería de época, de esas que conservan el autoclave y los
sillones de porcelana con su reposapiés de fundición: recuerdo los de Lisboa,
con la marca "Pessoa" en relieve). No he podido encontrar una bacía
de azófar (ni de cualquier otro metal). Lo más cercano lo he hallado en
cerámica de Talavera o de Granada, supongo que con más vocación de objeto para
los turistas que como elemento etnográfico. Y recuerdo al barbero de
Castrodeza, a Luisito (que se suicidó por ahorcamiento y no con la navaja de
afeitar), que arreglaba al abuelo Bernardino y a aquellos bravos hombres de la
comarca de los Montes Torozos. Le recuerdo cuando yo era muy niño y los sábados
por la tarde rasuraba a Barba azul
(así le llamábamos los 17 primos Valles instalados en la casa solariega durante
todo el verano). Pero Luisito no usaba bacía, sino una palanganilla de chapa
esmaltada haciendo aguas: mi madre hervía un cazo de zinc en la lumbre de paja.
A veces he pensado mandarla hacer de encargo, de latón, no con la medida de mi
cuello, sino de mi cabeza, pero me digo que no, que esas cosas hay que
merecerlas, que ganárselas, es decir encontrarlas
por casualidad, como le sucede a Don Quijote, que ve venir a lo lejos a otro
caballero con un yelmo dorado (lo que a Don Quijote le parece ser un yelmo)
relumbrando sobre su cabeza… y la lía.
Eduardo Fraile