Cervantes nos habla de manera
confidencial, serena, sorprendentemente dulce.
Es
ya mayor y ha sido aventurero y cautivo, y autor de algunas comedias que no le
han reportado la fama y los dineros de que gozan otros poetas de la Corte, como
Lope o los hermanos Argensola. Las armas
y las letras, como diría Don Quijote, su personaje (ese ente de ficción que
acabará teniendo más realidad que su propio creador), las palabras y los
hechos, el filo de la pluma, la suavidad de la espada.
Nos susurra. Por entre los renglones
de la acción oímos su voz respetuosa y compasiva, y vemos a través de su mirada
valiente, que comprende y no juzga, que acepta en los demás lo que no se
permite a sí mismo. Y hay melancolía, por supuesto, a veces oscilando más hacia
la luz del ocaso, pero quizá en más ocasiones yendo francamente hacia ella con
decidida alegría, y esto nos esponja el corazón. Su personaje le llena. Le
distrae de sí mismo, le divierte, y
su sonrisa se transmite sin dificultad a los lectores. Hay una continua
comunicación de luminosidad y positividad, diríamos, entre autor y lector. Las
aventuras del caballero de la Mancha son la excusa para darnos esa miel hecha
con todas las primaveras de su vida, que nutre y solaza y maravilla nuestro
espíritu.
Estos momentos en que su pluma corre
sin detenerse (sin parar a mirarse, a corregirse, a enmendar repeticiones,
deliciosos olvidos, errores de "raccord",
diríamos hoy en lenguaje cinematográfico), esos momentos en que su pluma cabalga, son donde la caprichosa y
azarosa fortuna le concede su premio, su galardón, su corona de vencedor de sí
mismo, los mejores instantes de plenitud y de felicidad.
Eduardo Fraile
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