sábado, 26 de agosto de 2017

Sorbos de eternidad

            Por la ventana de mi estudio de Castrodeza veo pasar gentes que dejaron hace tiempo de pertenecer al Tiempo. A algunos no les reconozco, pero otros me sorprenden con su ʽrealidadʼ que no encaja del todo en la imagen que de ellos guarda mi recuerdo. Es una inmersión en aguas de épocas distintas, y de cada una salgo como lavado de mí. Busco a los míos, a mi madre de joven, esas estampas de ella que no he podido conocer, y el corazón me dice: es esa niña de vestidito rojo y zapatos de charol que pasa montada en una burrilla parda con una estrella en la testuz. Y es esa moza con un cántaro en la cadera y un botijo en la otra mano, que vuelve del caño o va al caño a por el agua límpida que educará su voz, que endulzará la mía, porque la voz la hacen las aguas del manantial del alma. O esa chiquilla que corre a las escuelas con su pizarra en la mano y un estuche para los palilleros y las plumillas y los pizarrines… Y ése debo ser yo, de su mano, yendo o viniendo de llevar el pucherillo con la comida para el tío Evaristo, mi primera entrevisión de Don Quijote.
            De quienes no reconozco intento aislar algunos rasgos, algún detalle de sus ropas que me permita situarles en tal época o tal otra, o intuir de qué familia pudieran haber sido. Luego pienso que no soy yo quien está de este lado de la vida, que quizá yo también pasé o estoy pasando —o estoy posando— para otro que me contemplará sin recordarme del todo, pero apreciando en mi rostro cierto aire familiar.


Eduardo Fraile

sábado, 19 de agosto de 2017

A lavar al río II

Nuestras madres iban a lavar al rio
con la banquilla y el lavadero y los barreños de zinc.
Lavar la ropa blanca, las sábanas, las camisas de algodón
del abuelo, y enjabonaban y frotaban y volvían a frotar
y aclaraban al paso caudal de la corriente.
Luego, entre dos, retorcían para devolverle al Hontanija
la mayor parte de su contribución
a la blancura. Ese blanco de harina
de trigo candeal, que se lograba sólo con jabón hecho a mano,
agua del río de mi infancia, y lo más importante de todo:
el secado al sol. En las eras,
sobre los cardos de la ribera, sobre céspedes
que no mancharan de verdín, y antes, entre dos
igualmente, sacudir y estirar, y posar los lienzos dulcemente,
y si corría algo de aire sujetarlos con morrillos suavísimos
por las esquinas. Ya existían las primeras lavadoras
(y mi madre la usaba en la ciudad), pero en el pueblo
no había agua corriente aún, y luego, cuando la hubo,
en los veranos todavía se bajaba a lavar
al río, sobre todo las sábanas.
Gracias, mamá, qué bien olían
nuestros sueños…


Eduardo Fraile

sábado, 12 de agosto de 2017

El tiempo puro

Había un tiempo áulico, musical, serenísimo,
fresco y como por encima de las contingencias
de la meteorología, de las estaciones, del sol,
esas cosas tan importantes y determinantes en el mundo rural.
Y otro tiempo más cercano, de a pie (o a caballo)
e incluso marcado por el ir y venir del coche de línea
o de los fruteros y vendedores ambulantes. El primero
lo marcaba el carrillón del reloj de pesas de la abuela Evarista,
su melodía límpida que envolvía las paredes de la sala
que no se usaba nunca, sólo en las solemnidades
(velatorios, peticiones de mano, testamentarías) y donde se guardaban también
el chocolate, los huevos y el aguardiente de guindas…
Y la vajilla de porcelana inglesa, y la cubertería de plata
y el juego de café de Limoges o de Sèvres y la cristalería
cuyo entrechocar resonaba a campanas, o como una nota más
del transcurrir de las horas…
Incluso en pleno verano había que ponerse una toquilla
o echarse un chal para acceder a su ámbito
puro y pautado. Sólo la abuela, que llevaba la llave
en el bolsillo de su delantal, entraba allí. Los domingos
cuando daban primeras (las campanas de la iglesia
sonaban también a copas de cristal de Bohemia)
la abuela salía de la Sala con su cartera de piel
bien repleta de duros plateados y pesetas de oro.
Y nos poníamos en fila a la puerta de la calle,
bajo la moneda del sol del mediodía, y ella se sentaba en uno de los cantones
para impartir la propina.


Eduardo Fraile

sábado, 5 de agosto de 2017

Aparvar

Para después de la siesta se dejaba la última faena
de la trilla, que era aparvar, esto es, amontonar en una parva
la paja y el grano ya trillados, ya convertidos en oro de retablo
de altar mayor. Luego esa parva se pasaría por la limpiadora
(o aventadora), que separaba los granos de trigo o de cebada
de su embalaje finísimo por medio de un sistema de cribas semovientes
y un ventilador que expelía la paja leve, venial.
¿Qué pesa más, un kilo de trigo o un kilo de paja?, nos preguntaban
y caíamos, o ya nos daba igual, y el abuelo Bernardino
o los tíos Salustiano y Emeterio nos corregían riéndose,
una y otra vez. Y una tarde tras otra
empujábamos el aparvador, que era una especie de tabla
como de 50 centímetros de alto y 4 o 5 metros
de largo, arrastrada por las caballerías.
Luego los tractores hicieron esta operación
menos emocionante. Los niños pesábamos sobre los trillos,
íbamos y veníamos del caño con botijos de agua fresca
para los hombres, y luego empujábamos el aparvador,
haciendo montones. Con posterioridad, de forma manual, con los garios
o garias se perfeccionaban esas parvas, lanzando muy arriba
la paja para que el tenue viento acabara de poner las cosas en su sitio.


Eduardo Fraile