sábado, 26 de agosto de 2017

Sorbos de eternidad

            Por la ventana de mi estudio de Castrodeza veo pasar gentes que dejaron hace tiempo de pertenecer al Tiempo. A algunos no les reconozco, pero otros me sorprenden con su ʽrealidadʼ que no encaja del todo en la imagen que de ellos guarda mi recuerdo. Es una inmersión en aguas de épocas distintas, y de cada una salgo como lavado de mí. Busco a los míos, a mi madre de joven, esas estampas de ella que no he podido conocer, y el corazón me dice: es esa niña de vestidito rojo y zapatos de charol que pasa montada en una burrilla parda con una estrella en la testuz. Y es esa moza con un cántaro en la cadera y un botijo en la otra mano, que vuelve del caño o va al caño a por el agua límpida que educará su voz, que endulzará la mía, porque la voz la hacen las aguas del manantial del alma. O esa chiquilla que corre a las escuelas con su pizarra en la mano y un estuche para los palilleros y las plumillas y los pizarrines… Y ése debo ser yo, de su mano, yendo o viniendo de llevar el pucherillo con la comida para el tío Evaristo, mi primera entrevisión de Don Quijote.
            De quienes no reconozco intento aislar algunos rasgos, algún detalle de sus ropas que me permita situarles en tal época o tal otra, o intuir de qué familia pudieran haber sido. Luego pienso que no soy yo quien está de este lado de la vida, que quizá yo también pasé o estoy pasando —o estoy posando— para otro que me contemplará sin recordarme del todo, pero apreciando en mi rostro cierto aire familiar.


Eduardo Fraile

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