Al principio íbamos sólo en los
veranos, nos llevaba Ramón en su taxi negro con raya roja desde Madrid, como he
contado en alguna de estas teselas de niñez. No tocábamos Valladolid, pues
íbamos por Tordesillas, y por eso en la geografía de nuestras almitas errantes
Castrodeza era el pueblo, pero no
adscrito a ninguna provincia, o sólo a esa provincia ideal de la infancia que
linda con lo poético, con lo fantástico, con la novela de nuestro corazón. Pero
ese año fuimos también en Navidad, ese único año, y ahí sí parecía todo de
cuento de hadas, con la nieve, los animales entre nubes de vapor en las
cuadras, la matanza del cerdo, la era blanca como una pista de patinaje, y las
noches en torno de la lumbre de paja, arrebujados en el escaño con los gatos.
A nosotros, que nos daba tanto miedo
cuando nuestra madre mataba un pollo en la cocina, arrodillada en las losas
rojas del suelo, y le sujetaba con fuerza mientras la sangre iba cayendo sobre
el barreño de barro… a nosotros, niños de ciudad, que no habíamos vivido nunca
aquello, iba a resultarnos demasiado traumática la matanza, quizá… Nuestros
primos, los niños de campo, ya estaban acostumbrados y encontraban natural que
algunos animales se criaran para servirnos de comida. Era el funcionamiento del
mundo, sembrar y segar, y moler el trigo en el molino de tío Félix para hacer
pan con esa harina en flor…y un poco con esa inexorabilidad, diríamos, los
lechoncillos que en el verano jugaban con nosotros ahora habían de convertirse
en chorizos sabadeños, en huesos de espinazo para el cocido del resto del año,
en entrecuesto, en solomillos y cintas guardadas en manteca, en torreznos, en
jamón.
No nos dejaron ver lo más dramático
de la ceremonia, sólo oímos los chillidos como cuchillos, que resonarían durante
semanas, durante años quizá, en las noches del futuro. Luego ya humeaban las sartenes con el picadillo y los
chicharrones, olía todo muy bien, desde el rescoldo del chamusco con sarmientos
y matojos de tomillo y romero, y los hombres bebían aguardiente de guindas que
la abuela conservaba en el frescor de la Sala, y las mujeres — nuestra madre, nuestras tías— llenaban las
mesas con platos de chanfaina y piñones y pastas bien nevadas de azúcar.
Aquellas pastas tan ricas también se hacían con manteca. Del cerdo se
aprovechaba todo, de los ijares a los entresijos, de los pensares hasta los
andares. Quedaba mucho invierno por delante y había que sobrevivir hasta la
primavera, en que se procedía a encentar los chorizos culares, que en
Castrodeza se llamaban chorizos santos,
quizá porque era por Pascua de Resurrección cuando se inauguraban…
Después
de aquel almuerzo festivo que duraba hasta el mediodía, con villancicos como el
de ʽLos
peces en el ríoʼ y ʽHacia Belén va una burraʼ, que nos
gustaba mucho, pues en la cuadra estaba la Lucera escuchándonos, se preparaban
unos platos con un poco de asadura, un trozo de carne, otro de tocino o así,
como primicias que nos mandaban a enviar.
A enviar íbamos todos los primos, unos a unas casas, otros a otras, y luego nos
repartíamos las propinas que nos daban. Casi todos los destinatarios eran
familiares o vecinos, pero también se preparaban otros platos para algunas
personas que vivían solas y que quizá pasaban necesidad. A estas nos decían: Felicitadles las fiestas, pero o pidáis el aguinaldo.
Eduardo Fraile
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