sábado, 24 de diciembre de 2016

La matanza

            Al principio íbamos sólo en los veranos, nos llevaba Ramón en su taxi negro con raya roja desde Madrid, como he contado en alguna de estas teselas de niñez. No tocábamos Valladolid, pues íbamos por Tordesillas, y por eso en la geografía de nuestras almitas errantes Castrodeza era el pueblo, pero no adscrito a ninguna provincia, o sólo a esa provincia ideal de la infancia que linda con lo poético, con lo fantástico, con la novela de nuestro corazón. Pero ese año fuimos también en Navidad, ese único año, y ahí sí parecía todo de cuento de hadas, con la nieve, los animales entre nubes de vapor en las cuadras, la matanza del cerdo, la era blanca como una pista de patinaje, y las noches en torno de la lumbre de paja, arrebujados en el escaño con los gatos.
            A nosotros, que nos daba tanto miedo cuando nuestra madre mataba un pollo en la cocina, arrodillada en las losas rojas del suelo, y le sujetaba con fuerza mientras la sangre iba cayendo sobre el barreño de barro… a nosotros, niños de ciudad, que no habíamos vivido nunca aquello, iba a resultarnos demasiado traumática la matanza, quizá… Nuestros primos, los niños de campo, ya estaban acostumbrados y encontraban natural que algunos animales se criaran para servirnos de comida. Era el funcionamiento del mundo, sembrar y segar, y moler el trigo en el molino de tío Félix para hacer pan con esa harina en flor…y un poco con esa inexorabilidad, diríamos, los lechoncillos que en el verano jugaban con nosotros ahora habían de convertirse en chorizos sabadeños, en huesos de espinazo para el cocido del resto del año, en entrecuesto, en solomillos y cintas guardadas en manteca, en torreznos, en jamón.
           No nos dejaron ver lo más dramático de la ceremonia, sólo oímos los chillidos como cuchillos, que resonarían durante semanas, durante años quizá, en las noches del futuro. Luego ya  humeaban las sartenes con el picadillo y los chicharrones, olía todo muy bien, desde el rescoldo del chamusco con sarmientos y matojos de tomillo y romero, y los hombres bebían aguardiente de guindas que la abuela conservaba en el frescor de la Sala, y las mujeres — nuestra madre, nuestras tías— llenaban las mesas con platos de chanfaina y piñones y pastas bien nevadas de azúcar. Aquellas pastas tan ricas también se hacían con manteca. Del cerdo se aprovechaba todo, de los ijares a los entresijos, de los pensares hasta los andares. Quedaba mucho invierno por delante y había que sobrevivir hasta la primavera, en que se procedía a encentar los chorizos culares, que en Castrodeza se llamaban chorizos santos, quizá porque era por Pascua de Resurrección cuando se inauguraban…
       Después de aquel almuerzo festivo que duraba hasta el mediodía, con villancicos como el de ʽLos peces en el ríoʼ y ʽHacia Belén va una burraʼ, que nos gustaba mucho, pues en la cuadra estaba la Lucera escuchándonos, se preparaban unos platos con un poco de asadura, un trozo de carne, otro de tocino o así, como primicias que nos mandaban a enviar. A enviar íbamos todos los primos, unos a unas casas, otros a otras, y luego nos repartíamos las propinas que nos daban. Casi todos los destinatarios eran familiares o vecinos, pero también se preparaban otros platos para algunas personas que vivían solas y que quizá pasaban necesidad. A estas nos decían: Felicitadles las fiestas, pero o pidáis el aguinaldo.

Eduardo Fraile

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