Solíamos ir a merendar a las
fuentes: la Fuente de las Higueras,
subiendo por el senderoʼ las Brujas y luego bordeando la ladera del páramo de
Torrelobatón. Casi se nos podía divisar desde las eras, allá abajo, junto al
río Hontanija, o desde la presa del molino. La Fuente de los Pericos, pasada la fábrica de harina, por el camino
viejo de Wamba, y si cruzábamos la carretera, escondida en un recodo, junto a
un almendro, la Fuente de Valdila,
que luego se canalizó para la acometida del agua corriente ─1970 o así─, y ya
en dirección contraria, a poco más de un kilómetro hacia Torre, la Fuente de los Caños, donde hoy está el
cementerio nuevo… y desviándonos a la izquierda ya podíamos subir hasta la Fuente de Bercero.
La Fuenteʼ Bercero era medicinal, al
menos eso decían las crónicas, las leyendas, los dichos que iban trasminando de
generación en generación. Un caballo que no podía orinar, se fue solo hasta la
fuente a beber de aquella agua, y se curó. La fama de la fuente hacía que
siempre hubiera alguien allí llenando unas garrafas para llevar, a veces había
que hacer cola ante aquel delgado chorretillo de plata pura que curaba las
enfermedades del riñón.
Y por último estaba la Fuente de Aranzano, a la que íbamos en
el remolque con los tíos al final de la cosecha. Estaba bastante lejos, y esa
merienda de remate del estío se preparaba a conciencia: tortillas de patata del
tamaño de ruedas y fiambreras repletas de longanizas y torreznos. La fuente de
Aranzano no era una fuente propiamente dicha, sino un pozo con su brocal y su
calderillo de zinc. Allí, en medio de las tierras de labor, había un pinar y
unos juncales y herbazales que parecían de otras regiones más húmedas. Un oasis
bien escondido en la profundidad de la llanura.
Y aunque tampoco era una fuente, no
quiero olvidarme de Valdesamar, un
terreno pantanoso que se ahogaba con las lluvias del otoño, donde entre
mimbreros y gramíneas se daba un té de florecillas moradas con sabor mentolado.
─¿Dónde vas?
─Por té a Valdesamar…
Quizá sea ese sabor balsámico y
campestre, esa dorada miel que se inclina hacia el verde, el contenido de la
taza de porcelana de Sèvres donde se va empapando mi magdalena de Proust.
Eduardo Fraile
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