sábado, 17 de diciembre de 2016

Las fuentes

              Solíamos ir a merendar a las fuentes: la Fuente de las Higueras, subiendo por el senderoʼ las Brujas y luego bordeando la ladera del páramo de Torrelobatón. Casi se nos podía divisar desde las eras, allá abajo, junto al río Hontanija, o desde la presa del molino. La Fuente de los Pericos, pasada la fábrica de harina, por el camino viejo de Wamba, y si cruzábamos la carretera, escondida en un recodo, junto a un almendro, la Fuente de Valdila, que luego se canalizó para la acometida del agua corriente ─1970 o así─, y ya en dirección contraria, a poco más de un kilómetro hacia Torre, la Fuente de los Caños, donde hoy está el cementerio nuevo… y desviándonos a la izquierda ya podíamos subir hasta la Fuente de Bercero.
           La Fuenteʼ Bercero era medicinal, al menos eso decían las crónicas, las leyendas, los dichos que iban trasminando de generación en generación. Un caballo que no podía orinar, se fue solo hasta la fuente a beber de aquella agua, y se curó. La fama de la fuente hacía que siempre hubiera alguien allí llenando unas garrafas para llevar, a veces había que hacer cola ante aquel delgado chorretillo de plata pura que curaba las enfermedades del riñón.
               Y por último estaba la Fuente de Aranzano, a la que íbamos en el remolque con los tíos al final de la cosecha. Estaba bastante lejos, y esa merienda de remate del estío se preparaba a conciencia: tortillas de patata del tamaño de ruedas y fiambreras repletas de longanizas y torreznos. La fuente de Aranzano no era una fuente propiamente dicha, sino un pozo con su brocal y su calderillo de zinc. Allí, en medio de las tierras de labor, había un pinar y unos juncales y herbazales que parecían de otras regiones más húmedas. Un oasis bien escondido en la profundidad de la llanura.
              Y aunque tampoco era una fuente, no quiero olvidarme de Valdesamar, un terreno pantanoso que se ahogaba con las lluvias del otoño, donde entre mimbreros y gramíneas se daba un té de florecillas moradas con sabor mentolado.
¿Dónde vas?
Por té a Valdesamar
            Quizá sea ese sabor balsámico y campestre, esa dorada miel que se inclina hacia el verde, el contenido de la taza de porcelana de Sèvres donde se va empapando mi magdalena de Proust.


Eduardo Fraile

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