Ya era entrado el otoño, esos días
de octubre, de noviembre quizá, dorados y esturados, con olor al humo de las
hogueras en el campo y al de las chimeneas de las casas, que ya se iban
encendiendo las lumbres y las glorias, pero eran tardes de verano trasplantadas
al otoño, e incluso se echaba de menos ver las bicicletas de los veraneantes
por la carretera. Y algo nos llevaba a los lugares, al río, al Marrandiel,
donde fuimos felices, y si se aguzaba el oído aún resonaban las risas de las
pelirrojas, que ya no estaban aquí y, a lo mejor, como mucho, vendrían todavía
algún fin de semana, o por los Santos el 1 de noviembre, quizá. Tardes
recamadas de oro, como bordadas por las abejas de la luz. Tardes de lágrimas en
silencio, sentados en la ribera del Hontanija, dejando que los peces vinieran a
asomarse, extrañados de que ya no trajéramos las cañas.
Y nos volvíamos al anochecer,
envueltos en la melancolía que no sabíamos bien si brotaba de nosotros o era la
bruma, las guedejas o vedijas de vapor que iban quedándose prendidas en las
espinas de nuestro dolor, repletos y vacíos, añorantes y solos, pisando hojas
de bronce que crujían y piedras que sólo suspiraban, ángeles, vagabundos,
mártires, enamorados…
Eduardo Fraile
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