sábado, 17 de septiembre de 2016

Ser o no ser (de allá)

Eran aquellas tardes de canícula, de tormentas de polvo
y paja menudísima, gotas de lluvia que caían de pie
sobre las eras, como con majestad, y olían a tierra, a trilla,
a parvas de oro de distintos fulgores: trigo, cebada, yeros
que se elevaban en cónicos montículos…
Eran las tardes de aparvar, de Luis Ocaña,
de cangrejos capturados con cestillos de mimbre
y reteles de cáñamo, de los primeros aparatos de televisión
(y de los Teleclubs de los pueblos, con su pequeña biblioteca
y sus bancos de iglesia para adorar el ojo
del dios de las imágenes en blanco y negro con oscilaciones
y franjas que subían y bajaban, y nieve, mucha nieve,
que caía sobre todo en verano, hasta que se perdía la señal
y entonces se decía: es de allá, por el calor, por la tormenta,
por lo que fuere). Tardes
en que se iba la luz, a lo mejor, y encendíamos velas
en casa, y no se podía planchar.
Luego los televisores serían un electrodoméstico
más de los hogares, y de hecho tenían ya nombres de lavadora,
como la nuestra: Westinghouse. Y se seguían viendo mal
(o peor) cada verano. Eso es de allá, que quería decir
que no era culpa de nuestro televisor, o sea que no había que darle un golpecito
en la carcasa de madera. Yo lo sigo diciendo
cuando algo cae fuera de mi jurisdicción, no es de mi incumbencia
o no quiero inmiscuirme: eso es de allá. Tardes de películas
del oeste, de campanas que tocaban a rebato si había fuego
o granizo. De allá, de acá, con fatalidad y temor
y esperanza, a Dios rogando
y con el mazo dando… 


Eduardo Fraile

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