sábado, 30 de septiembre de 2017

¡No a la rentrée!

             Me envía una amiga francesa esta postal, que he clavado inmediatamente con una chincheta en el muro de mi corazón. No a la rentrée. No y no y no. Éramos niños y no queríamos volver a la ciudad, al colegio, a las Ferias de Valladolid, a montarnos en los caballitos de la Rubia. Éramos niños que lloraban en los carruseles, para que la fuerza centrífuga limpiara nuestras lágrimas y nuestra madre no tuviera que preguntarnos, porque no sabíamos nombrar esa angustia que crecía en nuestra almita como los quitadesayunos en las eras los primeros días de septiembre. Ay. Y aparentábamos sonreír, con no mucho éxito, la verdad, pero nuestra palidez se achacaba enseguida al mareo de la noria, o a los charlatanes de las tómbolas, o al olor a frituras, o al humo de los puros de los hombres que iban a los toros en el mismo autobús del paseo de Zorrilla que habíamos abordado nosotros.
            Los autobuses que iban al real de la Feria, o a la Feria de Muestras, o a la plaza de toros, llevaban unas banderillas de España en los extremos del frontal. (Cuando era San Isidro o San Cristóbal les ponían unos manojos de laurel.) Y así fuimos creciendo, pero esa herida no se nos curaba, y cada mes de septiembre volvía a sangrar gotas violeta (de los quitadesayunos, de las rayas de la camiseta del Valladolid, de los bolígrafos que nos manchaban los dedos de las manos). Y ya íbamos solos a las ferias, o directamente no íbamos. Para qué. Ya iba forjándose en nosotros la rebeldía de la adolescencia, la conciencia de nuestra individualidad, e intuíamos que nuestro lugar, nuestro sitio, no estaba entre la multitud. Y si nos daban algo de dinero nos lo gastábamos en libros.
            Así que año tras año fue creciendo dentro de nosotros un árbol con sus hojas (sus páginas) y sus círculos concéntricos como capítulos, como vueltas y revueltas en la noria de la vida. Y llegaría ese septiembre (en septiembre se tiemble, rezaba el refrán, porque ya refrescaba) en que algo dentro de nosotros pronunciase ese «no» que venía madurando como un fruto redondo, una manzana de oro que cayó por su peso, y en virtud de la Ley de la Gravitación Universal, de Newton, y quizá no regresar supusiera una angustia todavía mayor, pero ese acto fundacional contenía en sí la semilla del gozo, de la emoción y de la aventura interior que comenzaba en ese instante, en ese punto de partida, de salida de Don Quijote, de inauguración, de botadura, de nacimiento, de estreno…


Eduardo Fraile

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