sábado, 30 de diciembre de 2017

Calle Porvenir IV

         No sé por qué escribo tanto de la calle Porvenir, quizá por su nombre tintineante como la campanilla de los monaguillos cuando íbamos a misa en Castrodeza, los veranos de nuestra niñez. Una campanilla de bronce que retiñe en el recuerdo. Es curioso cómo sólo podemos llegar al futuro desde la evocación, es decir, desde el pasado. Quizá cuando entreveíamos esa extensa llanura de horizonte inalcanzable no nos dábamos cuenta de que algún día cruzaríamos la línea, que la estábamos cruzando ya de alguna secreta manera, que la cruzamos siempre en un presente eterno, pero que sólo nuestros yoes sucesivos que dejamos atrás tienen la perspectiva para poderlo ver.
            Ahora yo voy andando por esta calle breve, estrecha en su comienzo pero que se remansa hacia la mitad en un pequeño parque con bancos pero sin columpios, como si se tratara de un mero trámite para llegar a la plaza de los Vadillos, y delante de mí veo a una madre que lleva en torno a cuatro niños con bufandas y capuchas azules. Dos niñas con coletas, dos niños en los que reconozco un aire familiar. El lector sabe ya que ella es mi madre, y esos cuatro niños mis hermanos y yo. Pero yo voy distraído y aún no les he visto las caras. Un olor fuerte, de manzanas en fermentación, me hace estornudar.
Toma, hijo (y ella me da un pañuelo bordado con mis iniciales).
Gracias, mamá, me oigo decir con una voz que no es la mía, que quizá lo fue pero que me resulta chocante, como cuando nos oíamos grabados en los primeros magnetófonos.
Tapaos la nariz hasta que pase la fábrica de sidra. Y nos subimos la bufanda hasta los ojos.
           Cuando quiero devolverle el pañuelo mojado con mis lágrimas, ella ya no está. Y me despierto.


Eduardo Fraile

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