jueves, 3 de abril de 2014

Haruki Murakami (sábado, 20 de octubre de 2012)



          En todas las novelas de Murakami hay un ángel que se desliza entre sus páginas. La luz sabe desenvolverse entre la multitud, pasa de incógnito, con gafas Ray-Ban, de renglón en renglón, como las calles de una ciudad que si se mira bien es nuestro corazón. En esta última que publica Tusquets: «Baila, baila, baila» (por cierto, última traducida al español, pero en realidad dada a la estampa japonesa en 1988) el ángel es Yuki, 13 años, hija de una fotógrafa de éxito y un escritor fracasado: Hiraku Makimura, como ven anagrama humorístico del propio nombre del autor.
Son seres que de golpe, en el transcurso envolvente de la trama, aparecen porque sí, con todo su poder, y se nos cruzan de frente. El universo sufre entonces un sobresalto imperceptible, apenas dos o tres latidos de suspensión, pero en adelante ya nada será lo mismo. La belleza extrema tiene estas cosas. Quien la haya visto sabe de qué hablo. La belleza, la gracia, la elegancia supremas. A veces, ya digo, puede ser realidad en plena calle; a veces ficción, arte, creación pura, pero de igual efecto en nuestro espíritu.
        Jodido japonés del demonio. No le han dado el Nobel, pero se lo darán. Los murakamistas estamos de enhorabuena la presente temporada. Porque después de haber recibido la bofetada de luz del ángel que les hablo, podemos poner la otra mejilla con «La caza del carnero salvaje», su antecedente (1982; Anagrama, 1992), aún disponible en librerías.
            Y se lo darán (el Nobel) porque además de merecerlo, supongo que en su ciudad natal nadie habrá tenido la peregrina idea de recoger firmas para abonar su candidatura (así siempre lo ganarían los chinos) y, bueno, cazar carneros salvajes en la ficción, pase para los puritanos académicos suecos, pero —ay— las tan reales, suculentas perdices…


Eduardo Fraile

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