En todas las
novelas de Murakami hay un ángel que se desliza entre sus páginas. La luz sabe
desenvolverse entre la multitud, pasa de incógnito, con gafas Ray-Ban, de
renglón en renglón, como las calles de una ciudad que si se mira bien es
nuestro corazón. En esta última que publica Tusquets: «Baila, baila, baila» (por cierto, última traducida al español, pero
en realidad dada a la estampa japonesa en 1988) el ángel es Yuki, 13 años, hija
de una fotógrafa de éxito y un escritor fracasado: Hiraku Makimura, como ven anagrama humorístico del propio nombre
del autor.
Son
seres que de golpe, en el transcurso envolvente de la trama, aparecen porque
sí, con todo su poder, y se nos cruzan de frente. El universo sufre entonces un
sobresalto imperceptible, apenas dos o tres latidos de suspensión, pero en
adelante ya nada será lo mismo. La belleza extrema tiene estas cosas. Quien la
haya visto sabe de qué hablo. La belleza, la gracia, la elegancia supremas. A
veces, ya digo, puede ser realidad en plena calle; a veces ficción, arte,
creación pura, pero de igual efecto en nuestro espíritu.
Jodido japonés del demonio. No le
han dado el Nobel, pero se lo darán. Los murakamistas estamos de enhorabuena la
presente temporada. Porque después de haber recibido la bofetada de luz del
ángel que les hablo, podemos poner la otra mejilla con «La caza del carnero salvaje», su antecedente (1982; Anagrama,
1992), aún disponible en librerías.
Y se lo darán (el Nobel) porque
además de merecerlo, supongo que en su ciudad natal nadie habrá tenido la
peregrina idea de recoger firmas para abonar su candidatura (así siempre lo
ganarían los chinos) y, bueno, cazar carneros salvajes en la ficción, pase para
los puritanos académicos suecos, pero —ay— las tan reales, suculentas perdices…
Eduardo
Fraile
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