Iban dejando los abrigos amontonados de cualquier manera,
en un ángulo del diván, porque las sillas las llenaban todas ellas, ellas, que
no se sabía bien si eran dos cada una, o quién era el ángel de la guarda de
quién, tanta cantidad de belleza toda junta allí en corro, en torno a unos
cafés, unos apuntes, algún libro comprado en las librerías de ocasión. Jerséis
negros con cuello de cisne, pantalones vaqueros de un azul muy oscuro, zapatos
de colegial.
Así vistas parecerían existencialistas de los años 60,
pero eran adolescentes del siglo XXI desayunando en un café durante la media
hora del recreo, que era también mi pequeña expansión de la mañana, al ir o al
volver de la oficina de correos. Y era también cuando cada vez más me iba
sintiendo Anaximandro en la luz pura e intemporal de la bahía de Corinto, entre
Atalanta y Aglaé, entre las ninfas que cuchicheaban y secreteaban y se
sonreían, coquetuelas, observándole. Pero él parecía estar ya del otro lado del
tiempo, o al menos a salvo del rigor que había echado otros árboles abajo,
orgullosos y displicentes con él, que se alimentaba de belleza, de la gracia de
un cuello adolescente, del laberinto mágico de una oreja virginal. Y parecía (o
al menos intentaba fingirlo, para quizá no asustarlas) no verlas, respirando su
olor, su fragancia a primavera, a frescura, y ellas quizá se imaginaban con el
poder maravilloso de reverdecerle, de traerle de regreso a la vida.
Y así, entre el invierno vallisoletano y la primavera intemporal
de Corinto, en cuya bahía un joven Marcel Proust (con fatigada tenacidad de
asmático: Gastón Baquero) entra remando en una barquichuela, protegiéndose
del sol del siglo IV antes de Cristo con un sombrero panamá…, un servidor de
ustedes.
Eduardo Fraile
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