sábado, 5 de abril de 2014

Las ninfas (sábado, 8 de febrero de 2014)



            Iban dejando los abrigos amontonados de cualquier manera, en un ángulo del diván, porque las sillas las llenaban todas ellas, ellas, que no se sabía bien si eran dos cada una, o quién era el ángel de la guarda de quién, tanta cantidad de belleza toda junta allí en corro, en torno a unos cafés, unos apuntes, algún libro comprado en las librerías de ocasión. Jerséis negros con cuello de cisne, pantalones vaqueros de un azul muy oscuro, zapatos de colegial.
            Así vistas parecerían existencialistas de los años 60, pero eran adolescentes del siglo XXI desayunando en un café durante la media hora del recreo, que era también mi pequeña expansión de la mañana, al ir o al volver de la oficina de correos. Y era también cuando cada vez más me iba sintiendo Anaximandro en la luz pura e intemporal de la bahía de Corinto, entre Atalanta y Aglaé, entre las ninfas que cuchicheaban y secreteaban y se sonreían, coquetuelas, observándole. Pero él parecía estar ya del otro lado del tiempo, o al menos a salvo del rigor que había echado otros árboles abajo, orgullosos y displicentes con él, que se alimentaba de belleza, de la gracia de un cuello adolescente, del laberinto mágico de una oreja virginal. Y parecía (o al menos intentaba fingirlo, para quizá no asustarlas) no verlas, respirando su olor, su fragancia a primavera, a frescura, y ellas quizá se imaginaban con el poder maravilloso de reverdecerle, de traerle de regreso a la vida.
            Y así, entre el invierno vallisoletano y la primavera intemporal de Corinto, en cuya bahía un joven Marcel Proust (con fatigada tenacidad de asmático: Gastón Baquero) entra remando en una barquichuela, protegiéndose del sol del siglo IV antes de Cristo con un sombrero panamá…, un servidor de ustedes.

Eduardo Fraile

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