Mayo acababa con nuestras almitas en llamas. Nuestras
almitas errantes (animula vagula) y dulcísimas (animula blandula)
elevándose con el humo de un incendio interior. Cada día rezábamos una oración
en clase, cada día una flor distinta que simbolizaba un sentimiento o una
virtud, muchas desconocidas para nosotros, niños de ciudad. No recuerdo ahora
las correspondencias, excepto quizá la de la violeta con la sencillez (o la
humildad), que, por cierto, son dos cosas bien distintas.
Podría buscar una especie de tríptico donde venía aquella
deliciosa relación. Lo encontraría. Pero algunas flores (pero algunas virtudes)
incluso hoy, no sabría describirlas, y habría de consultar en las enciclopedias
ilustradas o en el álbum “Vida y color”. En esta columna no usamos Internez.
Y cada virtud comportaba un sacrificio, pero nuestra infancia estaba llena de
bondad natural ya de suyo, así que no creo que aquellos ejercicios de
jardinería espiritual nos hicieran mejores. Aunque quizá sí más conscientes…
Almitas desnuditas (animula nudula), delgaduchas,
paliduchas (animula pallidula). El día 31 escribíamos todos una carta a
la Virgen, y luego las juntábamos en una lata de Cola-Cao o en cualquier otro
recipiente metálico y las quemábamos. Había que abrir todas las ventanas para
que saliera el humo, que se llevaba nuestras palabras aladas a ese lugar que
entonces llamábamos el Cielo.
De mi clase salieron varios bomberos, y, que yo sepa, un
pirómano. Siempre he jugado con fuego… en el corazón.
Eduardo Fraile
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