Volví en un vuelo de Aeroméxico que aterrizó en
Barajas apenas media hora antes de que se cerrase el aeropuerto, hace justo dos
años, lo recordarán todos ustedes, el gobierno decretó el estado de alarma, era
como si las tinieblas, de las que escapábamos al ir hacia occidente, nos
persiguieran ahora al regresar, implacables. Nos enteramos de todo por la
televisión, deshaciendo las maletas, entre un ¡uf! de la que nos hemos librado y un ¡ay! por los días que dejamos atrás.
La
Feria de Guadalajara, la FIL, fue
quizá sólo el paisaje donde todo pasó, el escenario (grandioso, como todo allí,
y también imprevisible e inquietante, y mágico y maravilloso… y peligroso, por qué no). Yo acababa de
participar en una mesa redonda y enseguida tenía un recital de «Teoría de la luz». Ella se me acercó en
medio del tumulto: ella, 18 o 19 años apenas, alta, bellísima, rescatándome
ileso de las navajas asesinas que se clavaban en mi espalda no obstante al
alejarnos de allí, como miradas.
Y
mientras huíamos me dijo que era de Zapotlán, como Juan José Arreola, de quien
yo había hablado en mi intervención, y que quería fotocopiar a toda costa mis
papeles, y que llevaba un año esperándome, pues precisamente Teoría de la luz era su lectura de
cabecera (o de bolso, pues lo sacó todo usado —usada luz— como un conejo de
prestidigitador) desde la FIL pasada…
Lo
vio en un stand, lo hojeó, se lo
quiso comprar… ¡y no se lo vendieron!, pues sólo quedaba el ejemplar de
muestra. “Así que fui el último día… ¡y
me lo robé!” Conservo fotos suyas gracias a la agencia ICAL, o sea que
existe, cosa que en algún momento llegué incluso a dudar, ya de vuelta, sin
ningún dato palpable, su nombre apenas al firmarle su libro, un nombre
compuesto, Helena Alejandrina posiblemente (hablamos de «La Feria», de Arreola, y ella es uno de los personajes), cómo
recobrar su mirada —¡ay!— cómo volver, volver, volver…
Eduardo Fraile
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