jueves, 3 de abril de 2014

El asunto de la magdalena (sábado, 26 de enero de 2013)



            Voy a intentar contarles, con sencillez, qué es eso de la magdalena de Proust, que es un asunto bastante más complejo de lo que pudiera parecer a simple vista. Y que nos atañe a todos, no ya como lectores de su deslumbrante catedral de palabras, ojalá que también, sino como seres humanos hechos fundamentalmente de Tiempo, de bloques de memoria.
            O bueno, quizá sea el tiempo la argamasa que une esos ladrillos elementales (agua, tierra, fuego, aire), quien los anima con la conciencia de sí. Hay una expresión muy hermosa que se usaba más en nuestros pueblos, la oigo aún en Castrodeza, para preguntarnos por la edad: “¿Y tú qué tiempo tienes?” Eso es. Eso somos exactamente: tiempo. Tiempo vivido, tiempo ensimismado, trozos de nosotros mismos que dejamos atrás y que llamamos pasado, donde se residencian nuestros yoes antiguos: el niño que fuimos, el adolescente que se enamoró por vez primera, el joven idealista que se alistó en la Orden de la Literatura…
            ¿Cómo acceder a esos salones repletos de nuestra yoicidad perdida, por así decir? ¿Con qué llave abrir esas habitaciones? Ustedes me dirán, y con razón, que mediante la memoria, mediante la evocación, por el recuerdo. Pues no. Lo que el recuerdo nos proporciona es una imagen del pasado elaborada desde aquí, desde el presente continuo en que se desplaza nuestra inteligencia, a muy pobre velocidad mental: el pájaro de la luz huirá con presteza, inalcanzable. Hay que pillar a ese pájaro dormido, o despistado, es decir, encontrárnosle por casualidad, sin buscarlo en absoluto.
            Y ésa es una de las llaves que encontró Proust: la memoria involuntaria, uno de cuyos ejemplos abre su infinita novela: el narrador moja una magdalena en una taza de té… y ahí empieza todo. No es el recuerdo. No. Es la resurrección.

Eduardo Fraile

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