Voy
a intentar contarles, con sencillez, qué es eso de la magdalena de Proust, que
es un asunto bastante más complejo de lo que pudiera parecer a simple vista. Y
que nos atañe a todos, no ya como lectores de su deslumbrante catedral de
palabras, ojalá que también, sino como seres humanos hechos fundamentalmente de
Tiempo, de bloques de memoria.
O
bueno, quizá sea el tiempo la argamasa que une esos ladrillos elementales
(agua, tierra, fuego, aire), quien los anima con la conciencia de sí. Hay una
expresión muy hermosa que se usaba más en nuestros pueblos, la oigo aún en
Castrodeza, para preguntarnos por la edad: “¿Y
tú qué tiempo tienes?” Eso es. Eso somos exactamente: tiempo. Tiempo
vivido, tiempo ensimismado, trozos de nosotros mismos que dejamos atrás y que
llamamos pasado, donde se residencian nuestros yoes antiguos: el niño que
fuimos, el adolescente que se enamoró por vez primera, el joven idealista que
se alistó en la Orden de la Literatura…
¿Cómo
acceder a esos salones repletos de nuestra yoicidad
perdida, por así decir? ¿Con qué llave abrir esas habitaciones? Ustedes me
dirán, y con razón, que mediante la memoria, mediante la evocación, por el
recuerdo. Pues no. Lo que el recuerdo nos proporciona es una imagen del pasado
elaborada desde aquí, desde el presente continuo en que se desplaza nuestra
inteligencia, a muy pobre velocidad mental: el pájaro de la luz huirá con
presteza, inalcanzable. Hay que pillar a ese pájaro dormido, o despistado, es
decir, encontrárnosle por casualidad, sin buscarlo en absoluto.
Y
ésa es una de las llaves que encontró Proust: la memoria involuntaria, uno de cuyos ejemplos abre su infinita
novela: el narrador moja una magdalena en una taza de té… y ahí empieza todo.
No es el recuerdo. No. Es la resurrección.
Eduardo Fraile
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