Conozco el café Teide por los libros de Umbral más que
por el propio Ruano, que lo tomó por oficina tras ser expulsado del Gijón (o
tras autoexpulsarse él mismo, pero esta historia, que también es historia de la
Literatura, es procelosa de contar). César González Ruano, sus manos anilladas
y pulcras aleteando entre las cuartillas que se apoyan levemente en el
periódico doblado, la estilográfica de oro rasgando el hilo del papel con
cadencia de música, de pasos, de violetas efímeras, de pura eternidad.
Allí iba a verle Umbral, a saber que existía, a comprobar
que aquel hombre iba deshaciéndose, deshilándose de su propia escritura que
luego se multiplicaba en los diarios de la tarde (hubo un tiempo en que se
hacían periódicos vespertinos) o de la mañana siguiente, que siempre sería la
primera mañana de la Creación. Imagino sus primeras visitas, mirarle desde
lejos (es decir, admirarle), no atreverse a interrumpir su escritura
perpetua. Quedémonos ahí —quizá una limpia mañana de 1959 o 60—, el sotanillo
del Teide, un joven escritor que se fija en el maestro, del que luego hablará
mucho en sus libros, en sus miles de artículos…
Mi café de Valladolid, aunque esté a pie de calle y no
haya que bajar ninguna escalerilla, tiene algo de aquel Teide de Madrid. Alguna
de estas estudiantes que me observan curiosas, mis ninfas de la escuela de
Arte, es María Jesús, la protagonista de “Si hubiéramos sabido que el amor
era eso” (María Jesús fue su nombre real), una novela maravillosa que han
de leer todos ustedes. Y quizá algún joven poeta, cuya mirada me obstino en no querer
cruzar, un día escribirá “Muerte de César”, ese artículo póstumo que
todos hemos de hacer, con mi nombre ahí arriba.
Eduardo Fraile
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