sábado, 5 de abril de 2014

La pesca en el paraíso (sábado, 19 de octubre de 2013)



            Íbamos a pescar al Hontanija (nosotros decíamos el río, porque qué otro río iba a ser) con nuestras cañas de pescar rudimentarias, hechas con una mimbre o una zarza, un cordel, un corcho de botella pinchado en un palillo y el anzuelo, que se confeccionaba torciendo un alfiler  (de los acericos con forma de corazón de nuestras madres) con unos alicates. Lo del sedal y los anzuelos de compra, las cañas con carrete y aquellos flotadores que se hundían como otro pez de fuselaje rojo ya vendría después, cuando fuésemos un poco más mayores y las propinas de la abuela y nuestros tíos, pesetas rubias, duros gordos, no nos las gastáramos en chucherías sino en cosas de provecho, no sé, libros, un balón de reglamento, materiales para pintar, anzuelos, perdigones.
          Llevábamos una azada para buscar lombrices, que nos servían de cebo previamente aplastadas con las manos, nuestras manos de ángeles llenas de barro, segmentos de lombriz, pecina verde, escamas. Escamas cuando comenzaran a picar los peces, pequeños barbos de 5 o 6 centímetros, 10 a lo sumo los más grandes, que una vez fuera del agua ensartaríamos por las agallas en un junco.
         Si se nos daba bien la tarde luego venderíamos a las vecinas nuestra pesca milagrosa, a dos duros el junco de aleteantes pececillos (haleteantes, debería decir a la francesa, exhalantes de sus últimos suspiros)… pero los primeros iban directos a la sartén de nuestras madres, que nos los freían bien, no fuera a estar el río contaminado.
          El Hontanija, la Vivonne, dos ríos de mi infancia en el país de la memoria, allí donde las cosas se hacen de otra manera y nos huelen las manos a peces de colores con escamas irisadas, a barro primordial, pesca del paraíso.


                                                         Eduardo Fraile

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