Recuerdo aquellos meses en el profundo Sur, convaleciente
entre los olorosos eucaliptos, como cuando mi madre nos hacía tomar vahos en la
cocina de Madrid, bajo grandes toallas, durante nuestros primeros resfriados…
Era el otoño lluvioso del 83, y luego fueron el invierno más lluvioso aún y la
primavera dulce del 84 en Valverde del Camino, ese pueblo de Huelva donde se
hacían los botos camperos que calzaban los pogres de postín.
Recuerdo a Mamen, sus piernas largas y flexibles
exhibiendo aquellos vaqueros pintados con florecitas por ella, en esos ratos
perdidos de la siesta en su casa fresquísima. Su delgadez, sus ojos negros
mirándome, fijándose en el chico vallisoletano, ése de la barba del color de
las castañas. Eran muchas hermanas, todas guapas, cada una con su belleza
especial. Qué casa aquella, me parecía
que así tenía que ser el Paraíso, y ellas salían con unos y con otros,
taconeando mucho, rompiendo corazones, como tiene que ser. Mamen.
Todavía recuerdo el sabor de su saliva, el tacto de su
piel que me dejaba sin palabras, como con extrañeza, como si no fuera de aquí.
Seguro que se casaría, que ahora tendrá a su alrededor una copiosa cosecha de
ángeles humanos con omóplatos (o escápulas) que les delatan. Tan alta, tan
esbelta, tan educadamente bien plegadas sus alas…
Yo no sé, quizá la vida bien me pudiera haber dejado
allí, con ella, entre los eucaliptos aromáticos, balsámicos, y los pinos
salados de Valverde del Camino… Seguro que habría sido feliz al 100%. Pero la
vida también sabe cuál es nuestra misión y nos preserva para ella.
Cambiaría mis libros por no estar ahora recordándola, por
haber compartido su alegría, su risa cabrilleante, cascabeleante, su ligereza,
su vuelo chagalliano y sus pasos, cuyo eco aún resuena por los callejones de mi
corazón.
Eduardo Fraile
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