Había muchos taxis en Madrid, todos
negros con raya roja, como los de Valladolid, que la llevaban blanca, todo a lo
largo del lomo, como cebras o jabalíes raros, o como tribus indias, cada una
con sus pinturas de guerra. La nación Taxi, podríamos decir. Los
Cheyenes, los Apaches, los Sioux, cada pueblo con sus territorios de caza. Pero
los taxis los conducían los taxistas por las praderas laberínticas de la
ciudad. Mi padre era amigo de dos, de Ramón y de Ursi. Creo que los dos eran de
Soria. Ramón nos llevaba a Castrodeza, los veranos, por la Nacional VI hasta
Tordesillas, y desde allí, por caminos llenos de piedras, llegábamos al pueblo
de los abuelos. A Ursi le vendimos la casa de San Telesforo cuando nos
trasladamos a Valladolid. Todavía, muchas veces, cuando estoy en Madrid y puedo
perder un par de horas, me acerco en metro hasta el barrio de Bilbao. Y me
siento en un pequeño jardín con rosales que alguien cuida con mimo y que salen
en varios de mis libros. Años después, en plena adolescencia, en pleno y
abrumador acné e inaplacable deseo por los cuerpos celestes de nuestras
compañeras, un verano llegaron a Castrodeza, de visita, Ramón y su familia. Ya
no recuerdo ni la marca de su taxi (probablemente un Seat 1500) ni su gorra de
plato (que nos iba poniendo en la cabeza a cada uno), pero no olvidaré a
aquella muchacha que abrió la portezuela del asiento de atrás y bajó sobre el
mundo, y que era su hija, además, de catorce o quince años, de dieciséis quizá.
Cómo dolía mirarla, Dios, y qué difícil apartar de ella la mirada, puro, total,
absoluto síndrome de Stendhal, que ni siquiera me besó, probablemente (puesto
que no morí), pero que me dejó hecho picadillo, por primera vez, el corazón.
Eduardo
Fraile
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