sábado, 5 de abril de 2014

La hija de Ramón el taxista (sábado, 13 de julio de 2013)



            Había muchos taxis en Madrid, todos negros con raya roja, como los de Valladolid, que la llevaban blanca, todo a lo largo del lomo, como cebras o jabalíes raros, o como tribus indias, cada una con sus pinturas de guerra. La nación Taxi, podríamos decir. Los Cheyenes, los Apaches, los Sioux, cada pueblo con sus territorios de caza. Pero los taxis los conducían los taxistas por las praderas laberínticas de la ciudad. Mi padre era amigo de dos, de Ramón y de Ursi. Creo que los dos eran de Soria. Ramón nos llevaba a Castrodeza, los veranos, por la Nacional VI hasta Tordesillas, y desde allí, por caminos llenos de piedras, llegábamos al pueblo de los abuelos. A Ursi le vendimos la casa de San Telesforo cuando nos trasladamos a Valladolid. Todavía, muchas veces, cuando estoy en Madrid y puedo perder un par de horas, me acerco en metro hasta el barrio de Bilbao. Y me siento en un pequeño jardín con rosales que alguien cuida con mimo y que salen en varios de mis libros. Años después, en plena adolescencia, en pleno y abrumador acné e inaplacable deseo por los cuerpos celestes de nuestras compañeras, un verano llegaron a Castrodeza, de visita, Ramón y su familia. Ya no recuerdo ni la marca de su taxi (probablemente un Seat 1500) ni su gorra de plato (que nos iba poniendo en la cabeza a cada uno), pero no olvidaré a aquella muchacha que abrió la portezuela del asiento de atrás y bajó sobre el mundo, y que era su hija, además, de catorce o quince años, de dieciséis quizá. Cómo dolía mirarla, Dios, y qué difícil apartar de ella la mirada, puro, total, absoluto síndrome de Stendhal, que ni siquiera me besó, probablemente (puesto que no morí), pero que me dejó hecho picadillo, por primera vez, el corazón.

Eduardo Fraile

No hay comentarios:

Publicar un comentario