No
quisiera hablar de ella desde el plano de la frivolidad, pero sí desde la
naturalidad, porque su imagen está tan cercana a nosotros que podría ser
cualquiera de esas chicas que bajan del autobús con sus mochilas repletas de
libros, inocencia y futuro, y sí, lo más perturbador de su belleza radica en
que también —entre la inocencia y el futuro— hay un estuche con lápices y
preservativos (como si fueran gomas de borrar). Su gracia, su seriedad, su
impactante sex-appeal aparentemente
no buscado, desdeñado incluso. Su atractivísimo ceño fruncido.
Quizá
la muchacha real (Kristen Stewart) y su personaje de todos conocido (Bella
Swann) no tengan nada que ver en absoluto, pero nosotros, los espectadores, es
decir, los amantes potenciales, hemos mezclado ambas imágenes (como se han
mezclado, por otra parte, las dos historias de amor en la pantalla y en la
vida) y de ahí ha resultado un arquetipo potentísimo, casi indestructible, que
apela al centro mismo de nuestro deseo más elemental. La adoramos.
El
secreto del éxito de la saga Crepúsculo (las películas) está en el casting. Ella sobre todo, aunque creo
que al público femenino también les gusta él, Robert Pattinson/ Edward Cullen.
Porque ya me dirán ustedes qué de raro tiene que una adolescente se codee en
todos los sentidos con vampiros y licántropos, vamos, lo normal para una chica
de su edad. Pero no es cualquier chica, es esa
chica…
Su
belleza es la belleza andrógina, apenas apuntada, abocetada, naciente,
floreciente, esquemática, un trazo sobrenatural que no se fija en el papel sino
en el corazón. Ala brevísima, senos como manzanas en agraz, andares de
muchacho. ″A vosotros, los espirituales,
es que os gustan sin tetas″, dicen nuestras amigas sulfuradas.
Y
con razón.
Eduardo Fraile
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