− Los niños de
Valladolid no saben decir pollo, gallina, gallo, nos provocaba mamá con su
dicción dulcísima, aunque nosotros nacimos en Madrid.
−¡Poyo, gayina, gayo! Nos
salía la y griega un poco forzada a hacer algo fuera de su alcance, para lo que
no estaba preparada, muy lejos de la hermosa explosión de luz de nuestra madre:
una luz líquida, sonora, aleteante como un trino de pájaro que le brotara desde
debajo de la lengua. La lluvia (y llovía), las lágrimas (y esa palabra
lloraba), Valladolid (y cuando ella lo pronunciaba de ese modo nos daba menos
miedo volver tras el verano a la ciudad).
Me costó muchos años de secretos
ejercicios (bajo la ducha, en la cascada de la desembocadura de la Esgueva en
el Pisuerga...), casi siempre buscando que un sonido mayor disimulase mi
fracaso, el hecho mismo (vergonzoso) de practicar, hasta que un día aquellas
delgadísimas láminas de oro se desprendieron sin querer de mi saliva.
Fue como el amanecer, pero no como
cuando madrugábamos y subíamos al páramo para ver los vagos ánjeles malva
de Juan Ramón Jiménez descorrer los visillos de la noche en negligé, en deshabillé,
con legañas maravillosas de rocío...
Y corrí, quise correr –pero a dónde,
Dios mío– para que mi madre pudiera oírme pronunciar por fin correctamente la
más hermosa letra del abecedario. Fue como el restallar de un látigo, cuyo
extremo hace añicos la barrera del sonido. Fue como caerse del caballo de la
luz a otra luz distinta, nunca usada, pues una cosa era oír el arcoíris de la
elle y otra verlo nacer literalmente desde dentro de mí.
− Mamá, fue como abrir los ojos
otra vez por vez primera...
Eduardo Fraile
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