Los libros son los ángeles. Vuelan en nuestras manos
cuando pasamos sus páginas. O son directamente nuestras alas, las que creímos
no tener, que de repente nos ponemos o quitamos. Alas de usar y no tirar, de
guardar en el alario, en el almario (el armario es para las
armas) como leemos en Santa Teresa. Porque ellas (ellos) nos permiten explorar
el cielo de nuestra imaginación, de nuestro espíritu, y ensancharlo y darle de
sí hasta el infinito.
El cielo es todo aquello que no puedo alcanzar, escribe
Emily Dickinson en uno de sus más bellos poemas, la manzana en el árbol que
pende inaccesible (a condición de que penda inaccesible), la circulante nube,
la tierra prohibida detrás de la colina. Pero bástanos con abrir el estuche de
nuestra angelidad, de nuestra divinidad, para llegar allí, para acceder a esas
regiones que nunca creímos habitables, posibles. Volé tan alto, tan alto,
dice San Juan de la Cruz (en este caso con la pluma en la mano, que escribir es
otra forma más compleja de vuelo). «Tras de un amoroso lance/ y no de
esperanza falto,/ volé tan alto, tan alto…/ que le di a la caza alcance».
No sé qué será de nuestro objeto libro en el futuro.
Quizá acabemos no necesitándolo, como no se necesitarán vehículos automóviles
para desplazarnos en el espacio. Hasta donde me fue dado vivir, amé de todas
las formas posibles ese objeto, quizá más que a los ángeles (mortales,
femeninos, de carne y hueso y luz) de los que me enamoré. No sé, quizá el amor
a los seres hechos de tiempo haya de ser forzosamente efímero, aunque yo no lo
creo. Pero lo libros, incluso si desaparecieran, serán eternidad.
Eduardo Fraile
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