Quiero dejarles hoy mi felicitación navideña, como antaño
el cartero, el lechero, el carbonero, el sereno, el basurero o el yelero estos
días azules y este sol de la infancia llamaban a nuestra puerta de San
Telesforo, en Madrid, para pedir el aguinaldo. Y como yo soy su articulista de
los sábados, vengo a desear a mis lectores humanidad (que viene de humus,
tierra) y animalidad, que es la cualidad de los seres portadores de un alma.
He visto el otro día un documental en que se recogían
cuatro ejemplos de entendimiento entre animales y humanos que casi nos recuerda
épocas pasadas en que esa convivencia era natural y entrañable. En Nueva York
están por la labor de ayudar a las abejas a no desaparecer, y las azoteas de
Manhattan pululan de colmenas, pues parece que Central Park está menos
contaminado de pesticidas que las zonas agrícolas. En Fez (Marruecos) en casi
todas las terrazas hay cría de palomas, veneradas por sus excrementos, que se
usan en el curtido de las pieles y que parece ser que guardan el secreto de su
suavidad insuperable. Y los murciélagos de… no lo recuerdo bien: ¿Phoenix
(Arizona)? ¿Denver (Colorado)? Una ciudad que ha descubierto lo útiles que son
para mantener el aire purísimo de insectos, e incluso se han convertido en
reclamo turístico —y crematístico— cada atardecer…
Pero la estampa que quiero dejar aquí es la de las madres
de tampoco recuerdo qué comunidad africana que, a la par que a sus bebés,
amamantan a las cervatas de gacela que se han quedado huérfanas (o por los cazadores
o por sus depredadores naturales). Maravillosa belleza de una gacelilla (puro
Chagall, puro Cantar de los Cantares) succionando la vida de un seno de mujer.
Paz en la Tierra. Puro Paraíso.
Eduardo Fraile
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