Bajábamos del páramo de San Isidro, donde los gitanos
permanecían desde tiempo inmemorial alimentando sus hogueras, martilleando sus
calderos de zinc. Había que ir buscando los senderos entre aquel magma de
desperdicios, fijarse bien para no clavarse una punta oxidada o un trozo de
cristal. Mi padre iba primero. “Mira bien dónde pisas”. No sé a él, pero
a mí no me llegaba la camisa al cuerpo y no respiré del todo bien hasta que
ganamos la fuente de la Salud, donde echamos un largo trago, ya en la frontera
con el barrio de los Pajarillos.
Años después recordaría esta visita a las chabolas, al
vertedero salvaje de San Isidro, donde me llevó mi padre a buscar los elementos
para construir un reloj que nos habían mandado en Trabajos manuales. Yo creía
que íbamos a la papelería a comprar pegamento Imedio y cartulinas de
colores, y ante mi sorpresa total allí estábamos, rebuscando entre la basura.
Encontramos unos cartones blancos, como de caja de camisas, y un viejo
despertador con dos campanas de latón como si fueran orejas de soplillo.
Aproveché la esfera y las manecillas, y mi reloj recibió
los elogios del profesor. Creo que aquella tarde recibí también la primera
lección magistral de mi padre, pero entonces me dio vergüenza y miedo, y
durante mucho tiempo no supe qué pensar. ¿Éramos pobres?
Hoy, que él ya no está, le recuerdo cuando regreso a casa
con una caja de cartón. Me fijo en los contenedores de papel. Siempre descubro
el mejor embalaje para mis envíos de libros. Calculo que, tacita a tacita, me
vengo a ahorrar… Dicho de otra manera: todos los años me encuentro por la calle
un billete de 500 Euros.
Eduardo Fraile
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