jueves, 3 de abril de 2014

Las Olimpíadas (sábado, 25 de agosto de 2012)


      

            Múnich fue mi primera olimpíada consciente, por así decir. La seguíamos en los transistores, sobre todo, y lo que daban por la televisión. Los atentados de Septiembre Negro, incluso siendo niños, nos dejaron atónitos. Desde entonces me preocupé por entender la problemática (los periódicos lo denominaban pomposamente así: la problemática) del Oriente Medio. Y, por supuesto, voy con los israelíes.
            No recuerdo si ganamos medallas (estoy por apostar que no), fuera de la de Sapporo en Japón. La de Paquito Fernández Ochoa en los Juegos de invierno. Pero bueno, en adelante cada olimpíada: Montreal, Moscú, Los Ángeles y nuestra primera final de baloncesto con Estados Unidos, Sídney, Barcelona… iba a tener algo de religioso para mí. Como de revisitación, de retorno…
            Atlanta, Seúl, Atenas, Pekín (o Beijing, si son ustedes de los que dicen Mao Zedong)… Acaba Londres. Pasaron como un escalofrío Phelps, Bolt, no sé, la fugitiva, pero inolvidable, belleza de algunas chicas haciendo cosas contra el espacio y el tiempo (que se dejaban, a ver) y contra el cuadrado de la velocidad de la luz. Ángeles mías.
            Una Olimpíada, en propiedad, era el período de tiempo comprendido entre dos Juegos. Nosotros medimos el nuestro en años, que son la carrera de la Tierra en torno al estadio del Sol. Cada olimpíada que pasa somos 4 años mayores en edad. No sé si en dignidad, como querían nuestros padres… Y de eso se trata al fin y al cabo, de si merecemos o no la más alta medalla: la del vencedor de sí mismo.

Eduardo Fraile

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