Múnich fue mi primera olimpíada
consciente, por así decir. La seguíamos en los transistores, sobre todo, y lo
que daban por la televisión. Los atentados de Septiembre Negro, incluso siendo
niños, nos dejaron atónitos. Desde entonces me preocupé por entender la
problemática (los periódicos lo denominaban pomposamente así: la problemática) del Oriente Medio. Y,
por supuesto, voy con los israelíes.
No recuerdo si ganamos medallas
(estoy por apostar que no), fuera de la de Sapporo en Japón. La de Paquito
Fernández Ochoa en los Juegos de invierno. Pero bueno, en adelante cada
olimpíada: Montreal, Moscú, Los Ángeles y nuestra primera final de baloncesto
con Estados Unidos, Sídney, Barcelona… iba a tener algo de religioso para mí.
Como de revisitación, de retorno…
Atlanta, Seúl, Atenas, Pekín (o Beijing, si son ustedes de los que dicen
Mao Zedong)… Acaba Londres. Pasaron
como un escalofrío Phelps, Bolt, no sé, la fugitiva, pero inolvidable, belleza
de algunas chicas haciendo cosas contra el espacio y el tiempo (que se dejaban,
a ver) y contra el cuadrado de la velocidad de la luz. Ángeles mías.
Una Olimpíada, en propiedad, era el
período de tiempo comprendido entre dos Juegos. Nosotros medimos el nuestro en
años, que son la carrera de la Tierra en torno al estadio del Sol. Cada
olimpíada que pasa somos 4 años mayores en edad. No sé si en dignidad, como
querían nuestros padres… Y de eso se trata al fin y al cabo, de si merecemos o
no la más alta medalla: la del vencedor de sí mismo.
Eduardo Fraile
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