Le debo un gallo, como Sócrates a Esculapio, a Severo San
José, un poema sin brazo, sin el brazo que le segó por el hombro un cable de la
luz cuando era niño. La otra mano le quedó también muy perjudicada (se ve que
al intentar apartarse aquel látigo de fuego), pero él era hábil en todo,
incluso pintó cuadros de mérito (y cuánto daría yo por tener uno ahora entre mi
colección). Severo. Huevero, como le llamaban sus amigos, los de su
quinta: alto, seco, lleno de inteligencia en la mirada, de hermosa fealdad, de
habilidad, de industria, de ingenio y de escasez, que él remediaba con sus
muchos trabajos de alguacil. De niños le temíamos, pero era un alma pura que
había ardido con el accidente que marcara su vida. Un ángel que cayó mal (sobre
un cable de alta tensión) del Paraíso. Y aquí estaba, en la Tierra, aunque
nadie parecía darse cuenta del asunto. Yo sí. Nos hicimos amigos cuando tras un
verano me quedé solo a escribir (mis dieciocho, diecinueve, veinte años) en la
casa familiar de Castrodeza. Aquellas vacaciones de las que no regresé. Le debo
este poema tanto tiempo después de su muerte. Tuvo cáncer y sufrió ese calvario
añadido de la quimioterapia (o lo que fuere). Y murió solo. Siempre uno muere
solo. Es la ley. Pero hay esa soledad terrible que consiste en la deserción de
todos. Y en cierto modo esa incomparecencia general (incluida la mía) corrobora
su angelidad. O su angelitud. No era como nosotros. Sobrevivió al
impacto, a la brutalidad del golpe, a la travesía de la atmósfera como un
meteorito, y se apagó definitivamente en el rescoldo de nuestra memoria. Si se
abriera su tumba no hallaríamos nada allí dentro. Un par de alas contrahechas,
una espalda torcida. Una mano única, con los dedos soldados, esperando la
nuestra…
Eduardo Fraile
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