sábado, 5 de abril de 2014

Expiación (sábado, 22 de marzo de 2014)



            Nos avergonzábamos de que nos besaran nuestras madres, nos avergonzábamos de que fueran a llevarnos al colegio, nos avergonzaba que nos llamaran a gritos (nuestro nombre resuena aún en los patios extintos, pero dicho por su voz de plata pura, sobreponiéndose al tiempo y a la soledad). Nos avergonzaba que pidieran un descuento cuando iban a comprarnos zapatos (Calzados El Toro, regalamos pelotas), o que regatearan en la Marquesina, que era el mercado de frutas y verduras de mi ciudad, en el comienzo de Muro o 2 de Mayo, una de esas calles que desembocaban en la Plaza de Madrid.
       Nos avergonzaba llevar paraguas en la lluvia, porque eso era de nenas, nos avergonzaba ya no ser mayores (incluso sacar buenas notas no estaba bien visto). Pobrecillos. Y nuestras madres eran las mejores del mundo, por supuesto, pero en su bondad entraba ya esa primera desafección de niños malos, o que fingen parecerlo ante sus compañeros de pupitre. Y como las amábamos sobre todas las cosas nos avergonzaba ser así, tener que ir sin bufanda (la bufanda que ellas nos anudaban con fuerza sobre el corazón) y pasar frío a lo tonto, y mojarnos bajo la lluvia oblicua de Fernando Pessoa, en una Valladolid secretamente lisboeta, o lisbonense, pero entonces eso era tener casi diez años y crecer dentro de los jerséis que ellas nos tejían con la lana de las ovejas del abuelo Bernardino y sus lágrimas.
             —Ay, este chico, este chico…
          Este chico que ahora pide perdón secretamente al aire, a las morcellas de la luz, caminando entre charcos de soledad y de palabras (que vienen a ser la misma cosa). Y eso debía ser luego la vida, la madurez, no sé, ese tiempo en que comienzan a llamarnos de usted nuestros yoes antiguos: El tiempo necesario para la expiación.


Eduardo Fraile

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