Había un nido de golondrinas en el
patio de la Anunciación. Oíamos sus chilliditines al atardecer. Entre las
vísperas de las monjitas, las máquinas Heidelberg de Gráficas Andrés Martín y
los raids de caza de las golondrinas, aquello era un maravilloso guirigay de
sonidos y de traqueteos (el nuestro también). Pero era cuando estábamos así, en
las pausas del amor, cuando podíamos escuchar y disfrutar la sinfonía de aquel
barrio señorial.
─Cazan. Están merendando. Dan
pasadas con los picos completamente abiertos y se tragan todos los mosquitos de
la tarde. Es cuando más hay.
─También sabes de ornitología. ¡Qué
guay!
─Tú eres una pájara del paraíso.
─Oye, eso de pájara… Prefiero
dinosaurito.
─Los dinosaurios se convirtieron en
pájaros.
─Anda ya.
─Que sí. Esos gorriones pequeñajos
que van dando saltitos tras las migas de pan, fueron los grandes dinosaurios
del Cretácico. O del Jurásico, no sé.
─Te ríes de mí, maldito.
─Que no, que no. Es lo más
maravillosos de la evolución de las especies. Que nosotros vengamos de los
primates, pues parece natural. Pero
que aquellos seres casi montañosos desearan durante milenios liberarse de su
masa y ser gráciles y delgados… ¡Y volar!
─¡Y al fin lo consiguieron! ¡Qué
hermoso!
─Sí, puede que no haya nada
semejante. En cuanto a la voluntad. Pero la cosa es que estos pajarillos han
perdido la conciencia de esa pulsión, de esa vocación que se fue instalando en
su ADN. Ellos son. No saben lo que fueron. Nosotros empezamos a saberlo.
¿Fuimos peces que abandonaron el mar? ¿Ángeles que se marcharon del Paraíso?
─Somos un hombre y una mujer que han
vuelto a él. O que lo han creado esta tarde, aquí mismo.
Eduardo Fraile
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