sábado, 30 de diciembre de 2017

Calle Porvenir IV

         No sé por qué escribo tanto de la calle Porvenir, quizá por su nombre tintineante como la campanilla de los monaguillos cuando íbamos a misa en Castrodeza, los veranos de nuestra niñez. Una campanilla de bronce que retiñe en el recuerdo. Es curioso cómo sólo podemos llegar al futuro desde la evocación, es decir, desde el pasado. Quizá cuando entreveíamos esa extensa llanura de horizonte inalcanzable no nos dábamos cuenta de que algún día cruzaríamos la línea, que la estábamos cruzando ya de alguna secreta manera, que la cruzamos siempre en un presente eterno, pero que sólo nuestros yoes sucesivos que dejamos atrás tienen la perspectiva para poderlo ver.
            Ahora yo voy andando por esta calle breve, estrecha en su comienzo pero que se remansa hacia la mitad en un pequeño parque con bancos pero sin columpios, como si se tratara de un mero trámite para llegar a la plaza de los Vadillos, y delante de mí veo a una madre que lleva en torno a cuatro niños con bufandas y capuchas azules. Dos niñas con coletas, dos niños en los que reconozco un aire familiar. El lector sabe ya que ella es mi madre, y esos cuatro niños mis hermanos y yo. Pero yo voy distraído y aún no les he visto las caras. Un olor fuerte, de manzanas en fermentación, me hace estornudar.
Toma, hijo (y ella me da un pañuelo bordado con mis iniciales).
Gracias, mamá, me oigo decir con una voz que no es la mía, que quizá lo fue pero que me resulta chocante, como cuando nos oíamos grabados en los primeros magnetófonos.
Tapaos la nariz hasta que pase la fábrica de sidra. Y nos subimos la bufanda hasta los ojos.
           Cuando quiero devolverle el pañuelo mojado con mis lágrimas, ella ya no está. Y me despierto.


Eduardo Fraile

sábado, 23 de diciembre de 2017

Regreso al Paraíso

            Los años de La Luna fueron los años de mi juventud, de los verdes laureles de las palabras escritas en servilletas de papel, en los márgenes de hojas de periódico, en precintos de cajetillas de tabaco… Quizás en todas partes menos en rectos folios El Galgo Parchemin, que sólo usaríamos al poner en limpio aquella cosecha de versos ocasionales y de amores imposibles. No nos daba vergüenza tomar aquellas notas entre sorbo y sorbo de un café con leche que nos duraba horas, eras, edades de ser pobres de dinero y ricos de aventura. No sólo no nos daba vergüenza, sino que posábamos, incluso, se podría decir. Éramos eso, queríamos ser eso, perseguíamos esa imagen de nosotros con ahínco y pasión. Las horas de La Luna nos justificaban, me justificaban, la magra mies de versos espigados del corazón, directamente, eran alegría y alimento y tesoro todo junto.
            Tony me miraba desde la barra, y me sonreía. A veces estaba sólo él, a veces Nines, a veces Josechu. Tony había venido de la verde y húmeda Asturias, tenía un bigote rubio de marinero, era elegante y culto, y no sé, le debí de caer bien. Rondaría los 30, esa edad desde la que las aguas, las olas, se movían más tranquilas, o que él sabía dominar mejor que alguien como yo, que comenzaba a querer comprarse un barco algún día, por decirlo de alguna manera. Era aparejador, que no sé muy bien, incluso hoy, qué cosa significa, y transformó de golpe una taberna de barrio (Vinos el Segoviano, en la plaza Cruz Verde) en el café La Luna: un cubo de luz, de gracia y de qué sé yo cuántas cosas más, todas buenas, todas maravillosas, como las chicas que iban por allí. Yo Había pasado unos años en Castrodeza, en una especie de noviciado de escritor, recluido con una máquina Royal que compré a través de los anuncios por palabras de El Norte de Castilla, y una noche, en la ciudad, volviendo a casa de mis padres, me fascinó ese trozo de paraíso, ya digo, que atisbé tras las ventanas que daban a José María Lacort.
            Ya estaba bien de combate con uno mismo, en soledad. Yo quería de golpe estar allí, junto a alguna de aquellas muchachas de belleza infinita. Así que al día siguiente entré en La Luna como quien vuelve al jardín del que fuera expulsado por unos ángeles de mirada flamígera, de espadas como labios, no sé, de alas como versos de luz. No había nadie aún. Y me pedí el primer café con leche de aquella mañana de noviembre o diciembre, con niebla y con bufanda. Y saqué un cuaderno de mi bolsa de tela, y me puse a escribir.
Y pasó un ángel largo y elemental de un par de horas que se me fueron volando. Me sacó de mi ensimismamiento la voz de Tony, que había salido de la barra y me ponía delante otro café:
A este te invito yo, poeta.
Fue la primera vez que alguien me llamó así, poeta, que era lo que yo quería ser. Hoy sé, hoy lo veo así, que esa primera frase del propietario de La Luna (¡del dueño de la luna, nada menos!) me armaba caballero, era el espaldarazo con la suavísima espada de una sonrisa rubia, prolongada por su bigote de lobo de mar. Luego, mucho tiempo después, vendrían quizá los libros, los premios, las entrevistas, lo que tuviese que venir. Quizá los sueños se irían convirtiendo en realidad. Pero mi primera consagración fue ésa, como si con aquellas palabras Tony me abriera literalmente la puerta de la luna, la entrada a un ámbito distinto, que estaba en la realidad pero que se elevaba a otro nivel, a partir de ahí. Como si regresase al Paraíso.


Eduardo Fraile

sábado, 16 de diciembre de 2017

Se están diciendo adiós

Se están diciendo adiós, pero parecería justo lo contrario. Se besan desaforadamente, con los ojos abiertos, asomándose al abismo que van a abrir entre ellos y al que se precipitarán. Ella me recuerda a quien fuiste conmigo, el pelo a la garçon, unos pendientes de plata resbalando sobre el lóbulo. Él me recuerda  a mí. Se besan como ciegos los rostros, la mirada. Como si no se conocieran de memoria cada centímetro de sed, cada oasis, cada hoja de cada palmera y cada nervadura de cada una de esas hojas. Se desean a muerte una vez más, más allá del deseo. No hablan. Se lo dicen todo a tal velocidad que quedan excluidas las palabras. Dios, qué hermosos son en el dolor de la pérdida, qué belleza más insoportable les arrebata de sí. No es justo. No se merecen el sufrimiento, la agonía del improbable futuro un futuro donde no estarán juntos, la aniquilación. Saben que van a buscarse el uno al otro en otros (lo saben sin saberlo del todo, sin quererlo saber bien, sabiéndolo exactamente), pero que no volverán a encontrarse jamás.



Eduardo Fraile

sábado, 9 de diciembre de 2017

Julie Andrieu

        Abundan (foisonnent) en nuestra televisión los programas de cocina. No aburriré al lector español enumerándolos. Hay, incluso, concursos donde lo fundamental no es enseñar a cocinar, sino el espectáculo, el reality show, como quieran ustedes llamarlo. Qué asco me dan. Con la comida que desperdician se podría alimentar un pequeño país. Pero la egolatría de quienes los presentan o dirigen… ¡eso sí que es un enorme e inmensurable país!, por lo menos del tamaño de su estupidez. Santo Dios.
       Yo cocino. Me las apaño con sencillez y naturalidad. Voy muy poco a restaurantes, porque escribir es llorar y a veces conformarse con un plato de metáforas, y porque soy francés en los horarios: comida sobre la 1 y merienda-cena a las 7, y esto no casa bien con nuestra tardía costumbre nacional. A veces algún amigo me lleva a conocer nuevos templos de la gastronomía… o en los viajes, pues qué quieren que les diga, siempre hay ese doble jet-lag en el que sumergirse lost in translation: temporal y culinario.
         La cosa es que la 2 de Televisión Española ha comenzado a emitir un programa, francés precisamente, Les carnets de Julie, que está dejando en muy mal lugar, por comparación, a nuestras producciones autóctonas. Qué delicia, qué sabiduría… ¡y qué belleza! Qué ángel con las alas plegadas en la espalda. Sus manos grandes y hermosas como las de mi madre, el fuselaje de sus manos, hubiera dicho Proust: le fuselage de ses mains, en una expresión maravillosa y exacta, manos ahusadas (fuselaje quiere decir con forma de huso, el huso de las ruecas de hilar de nuestras bisabuelas), manos de luz atravesando una vidriera gótica. Julie en su pequeño y coqueto deportivo rojo de los 70 desplazándose en el espacio y el tiempo de la geografía francesa… o de nuestro corazón.
              Ella es el hilo conductor de un viaje por cada una de las regiones de Francia, y se va encontrando con la historia, los monumentos, el paisaje, la gastronomía. Y queda con diferentes personas que le descubren este plato (y lo cocinan juntos) o aquel postre, o tal licor o cual queso. De manera ágil y elegante aprendemos y visitamos, tomamos nota con ella en su cuaderno de las distintas recetas tradicionales y del modo de hacerlas… Mientras conduce va cantando. Mientras cocina, habla con los depositarios de esa sabiduría ancestral, tradicional… y mientras come, disfruta y define con propiedad de gourmet (y de gourmande).
       Al final de cada viaje todos los invitados se reúnen y comparten sus especialidades en un banquete. Así se honra el buen hacer, el arte, la tradición, la historia y el futuro. Un brindis. Nadie de los presentes es un chef con estrellas Michelin. El único Michelin es el cochecito de Julie Andrieu, y ella la estrella.


Eduardo Fraile

martes, 5 de diciembre de 2017

Artículo de Óscar Esquivias

*Donde dice: "el poeta que va en avanzadilla", debería decir: "el poema que va en avanzadilla"

Con el novelista Óscar Esquivias y el poeta José Gutiérrez Román en el Homenaje a Tino Barriuso (Burgos, 30 de noviembre de 2017)

sábado, 2 de diciembre de 2017

Alonso Cordel

            Uno de los personajes que iba mucho a la Luna era Alonso Cordel, el editor de Balneario escrito. Su nombre real era Pedro Gómez Cornejo, y trabajaba de distribuidor de libros (Seix-Barral/ Libros Enlace). Vivía en la calle Juan Mambrilla, en el número 13. Siempre que paso por allí, miro ese balcón del entresuelo que durante unos años, los primeros 80, fue Historia de la Literatura.
           Era alto, delgado, con barba entrecana y todo el pelo alborotado. Los ojos muy abiertos, como de búho… La verdad es que la primera vez que le veías impresionaba. El rostro muy trabajado, no sé, tendría 40 o por ahí, un tío mayor para nosotros, que iniciábamos los 20, la década de los 80, los años de nuestra luminosa juventud. Pienso mucho en él estos días, cuando alguien que se le parece abrumadoramente entra en el café donde tomo estas notas a vuelapluma. Parecería como si el futuro, lo que quiera que fuese eso a lo que aspirábamos a encaramarnos, quisiera ponerme delante su retrato definitivo. Pedro, joder, persiguiéndome todavía a estas alturas.
        Hubiera podido ser mi primer editor. De hecho, leyó mi manuscrito de Hiéndeme luna góndola, que compuse en su mayoría en los ángulos diáfanos de aquel espacio mágico que nos contuvo a ambos en algunos momentos… ¡Y lo iba a publicar en Balneario! Pero de pronto desapareció de la circulación. Dejó la casa (la de Juan Mambrilla, con todos los libros, y la de Villabáñez), dimitió del trabajo, se fue de la ciudad, nadie supimos dónde. Tenía todos los visos de ser un asunto sentimental, pero no regresó. Ahí acabó la colección Balneario escrito, con mi libro a las puertas… Al cabo de los años recuperé su pista en Zaragoza, donde se había radicado definitivamente. Incluso cuando la Expo del Agua en aquella ciudad, ya en este siglo, me consiguió un recital y volvimos a darnos un abrazo, veinticinco años después.
           Me recitó de memoria uno de los poemas de aquel libro que nunca intenté publicar luego ─de hecho es uno de mis inéditos─, uno que empezaba: "No sería el alcohol una distancia/ suficiente hasta el templo…" Aquel libro era suyo y bien está que siga siendo así. Al volver a Valladolid tras aquellos días junto al Ebro, vine leyendo en el tren composiciones nuevas muy distintas a las de Épica inversa o En un vértice agudo y penetrante, las cosas que yo conservaba de él. Estas situaciones sí son de verdad un regreso al futuro, con toda su extrañeza, su incredulidad y su estupefacción.
            Casi se habían invertido los papeles, ahora leía yo un inédito suyo, Kermesse en la azotea, con ojos de editor. Creo que luego escribí para él un prólogo o algo, que se titulaba Retrato inverso de Alonso Cordel, jugando con el título de su libro inaugural en Balneario. La vida pasa. O no. Sí, los que pasamos somos nosotros por el borde de una hoja de lechuga, como caracoles. Nuestro rastro quizá pueda ser leído, o amado, o descubierto por una lejana civilización. Nuestras palabras que hicieron más deslizante el suelo de este mundo. Nuestra baba de oro, nuestras lágrimas como piedras preciosas…


Eduardo Fraile