lunes, 31 de marzo de 2014

Las golondrinas (sábado, 28 de julio de 2012)




          Mientras escribo esta columna revolotean a mi alrededor como si lo supieran. Y en realidad lo saben: saben que las estoy creando con palabras en otra dimensión, de este lado del tiempo y de la luz. A lo largo de todos estos años he pasado de ser aquel que las miraba, a ser yo mismo el objeto de su contemplación. Quiero decir que me conocen, que me esperan y que me han enseñado a entender su difícil lenguaje de llamas crepitantes y de metales preciosos.
            Cada verano volvíamos a Castrodeza y ellas ya estaban allí desde la primavera, o sea que en rigor la casa era más suya, y luego partíamos a la vez a primeros de septiembre, cuando brotan los quitadesayunos: ellas al África y nosotros a un nuevo curso, a crecer, a la melancolía... Y sí, supongo que nos hicimos mayores, que comenzamos a quedarnos pasmados ante la belleza y que la vida nos llevó por donde quiso, que era justo por donde teníamos que ir. Y llegó ese verano secretamente temido en que ya no estaría con nosotros nuestra madre, luz en la luz, avecica llamada a volar en otro cielo...
            Pensé que no podría soportarlo y decidí no luchar. Me quité la armadura pieza a pieza, la celada de encaje, el yelmo de Mambrino, y rendí la espada que una vez fue mi corazón. Salí al corral, que es como llamamos a los patios en Castilla, me senté en un cantón y me dispuse en silencio a esperar la muerte. Y entonces llegaron ellas, con su música maravillosa, y se posaron sobre mí como si fuera un árbol...
            En los días siguientes comencé a tomar unas pequeñas notas, apuntes del natural, porque esa sería ya mi manera de permanecer en el mundo, una especie de cuaderno de vuelo, mirándolas. Ese libro sin peso (sin pesar), lleno de gracia (de agradecimiento hacia ellas) es mi Balada de las golondrinas.

Eduardo Fraile

sábado, 29 de marzo de 2014

Cui-Ping-Sing (sábado, 14 de julio de 2012)



           «En qué otro mundo de cerezas raras/ oí tu voz, en qué planeta lento/ de bronces y de nieve vi tus ojos... » Estos versos, que pudiera haber firmado yo, los citaba Luis Mª Ansón en su discurso de ingreso en la Academia. La referencia, tomada de un diario, los atribuía al poeta Hoang-Ti (a Cui-Ping-Sing, que sería su amada, deduje, entre paréntesis).
            Al llegar a casa revolví por las estanterías, fatigué bibliotecas, hubiera escrito Borges, tosiendo por el polvillo de la eternidad, y asedié luego traducciones italianas y francesas, a ver si las diferentes grafías pudieran hacer de Hoang-Ti: Xuan Yi, o Zi, o Li... Debía ser 1997, o sea que han pasado 15 años, una generación. Hoy cualquiera de vds., o sus hijas adolescentes, tecleando estos versos en Google tardarán apenas 15 segundos en resolver un misterio que a mí me llevó a extraviarme gozosa e interminablemente en el laberinto de la poesía china, donde lo que para nosotros hoy es modernidad era ya para ellos tradición hace 3.500 años.
            Pero no se trataba de un poeta chino (o sí, quién sabe), sino de uno español: Agustín de Foxá, apenas recordado con justicia por la novela «Madrid, de corte a checa», y desconocido injustamente por una obra de teatro en verso: Cui-Ping-Sing, maravillosa composición velada por los prejuicios, el sectarismo y la estupidez. O sea que Hoang-Ti era un ente de ficción, un personaje de ese drama, su protagonista...
            Y si sé algo más de poesía china, sé también algo menos del Amor (donde desaprendemos a medida que ganamos en conocimiento). No pueden vds. perderse algo así: «Agustín de Foxá. Nostalgia, intimidad y aristocracia». Ahí está Cui-Ping-Sing. Y Hoang-Ti y su amor imposible. Cuánta belleza, Dios, cuánta belleza...


Eduardo Fraile

jueves, 20 de marzo de 2014

Los sombreros (sábado, 30 de junio de 2012)



            Era el calor, pero también el que mi abuela fuese albina, y luego nuestra piel de leche, de niños de ciudad: el caso es que mi madre nos compraba sombreros en el comienzo de cada verano: rubia, finísima paja trenzada haciendo un cesto (quien hace un cesto hace ciento), leve, mínimo escriño como para coger huevos de pájaros, o un nido para los pájaros de nuestra cabeza.
            Qué largo se nos hacía el trayecto hasta la plaza de las Tenerías, desde donde salían los coches de línea de los pueblos. Íbamos andando, orbitando como pequeñas lunas en torno a nuestra madre, sus brazos como ríos por donde navegaban, azules, las maletas. Ganábamos la plaza Circular, ya hechos un ovillo de lana dicharachera, el calor denso de las 6 de la tarde. De allí había que llegar a la Cruz Verde, donde bebíamos para afrontar la longitud de la calle Mantería... y poco a poco aparecían ya el mercado del Campillo y la plaza de España. ¡Un helado ni hablar, que os coge la garganta!
            A mitad de Miguel Íscar entrábamos en la sombrerería Santos: los cuatro no cabíamos a la vez, y los chicos nos quedábamos vigilando el equipaje mientras las chicas se probaban todas las pamelas. Cuando llegaba nuestro turno no nos quedaba ya ninguna gana de protestar. Y ya era duro el sol, como una piedra, para encima tenernos que poner esos sombreros tan cursis.
            Pero nos lo poníamos. Y desde allí ya sólo nos quedaba la plaza de Zorrilla, la Academia de Caballería y la calle de San Ildefonso... La otra mitad del mundo, pero ya no importaba: agotados, febriles, aguantándonos las ganas de llorar, exaltados por la proximidad (y la extensión desmesurada) de las vacaciones, asustados ante la perspectiva del viaje que nos esperaba por aquellos caminos polvorientos del futuro, con una sed que nada podría ya saciar... y muertos de vergüenza.


                                                           Eduardo Fraile

domingo, 16 de marzo de 2014

Castillejo & Scala (sábado,16 de junio de 2012)


            «Scala es la palabra, Castillejo la letra», así comienza una conversación entre dos cumbres de la poesía visual española. Las cordilleras se comunican por las cumbres, decía Heidegger, o era Adorno, quizá, y ya sólo esta imagen, casi una greguería de Gómez de la Serna, nos muestra qué elevación han conseguido comunicar al lenguaje José Luis Castillejo (Sevilla, 1930) y Eduardo Scala (Madrid, 1945). Dos capitanes de generación, diríamos si no supiéramos que el artista está solo. No hay mayor soledad que la del creador. Las palabras son soledad...
            La pasada semana se presentó en el Museo Patio Herreriano uno de esos artefactos maravillosos que produce la poesía experimental: una sonata a cuatro manos (8 textos, cuatro de cada uno), en la que ambos se reconocen, se saludan, celebran que el Tiempo haya permitido que por un instante se toquen sus trayectorias paralelas, y se dicen adiós. Es decir, que se profesan y se confiesan mutua admiración. Sólo saben admirar los admirables.
            El libro de las íes (The book of i’s, Londres, 1969) es el objeto más perturbador, desestabilizador y subversivo de la literatura española. Me lo enseñó Francisco Pino (otra cumbre nevada eternamente) en su casa del Pinar de Antequera. A Castillejo le conocí hace unos años en su piso del Paseo de la Habana: alto y elegantísimo, ex-embajador, la mayor parte del año residente en Houston.... Me llevó a verle Alfonso López Gradolí (otra más: Quizá Brigitte Bardot venga a tomar una copa esta noche). Alfonso me había advertido con anterioridad: ponte zapatos.
            Scala es un místico. Si Castillejo es capaz de hacer un libro con una sola letra, Eduardo puede someter a una palabra a todo tipo de torturas, troceamientos, retorcimientos y descoyuntamientos. La última vez que le vi en Valladolid nos pilló una granizada, hace justo hoy un año. O a lo mejor eran los ángeles traviesos, en plena Acción, poniendo los puntos sobre las íes...


Eduardo Fraile

jueves, 13 de marzo de 2014

Julieta Casariego (sábado, 2 de junio de 2012)

    Singular entre los singulares, como que consiguió no parecerse ni siquiera a sí mismo, Pedro Casariego Córdoba nació en Madrid el 16 de julio de 1956, y decidía dejarnos el 8 de enero de 1993. Dos días antes concluye Pernambuco, el elefante blanco, un cuento ilustrado para su hija Julieta. Es su regalo para siempre, para todos los Reyes de su vida. Aún resuena en la noche un tren hambriento que huye con su presa, el jadeo de la sangre veloz. Ella creció llena de luz y con dos corazones dentro de su pecho, franca y excepcional, valiente, sin saber...
    Todos estos años he pensado mucho en ella, no sé, cómo sería, si le quedaría la marca de la cicatriz, y me cruzaba con ángeles de su edad, calculaba, cada vez más esbeltos: niña de los 90, adolescente que florece en otro siglo... El tiempo (en confabulación con el azar, nombre civil del Destino, quién sabe) me convirtió en editor de los libros caleidoscópicos de Pedro: La canción de Van Horne, La risa de Dios, Maquillaje... y ahora La voz de Mallick. ¿En qué momento pensé pedirle un prólogo a Julieta, que tendría ya 20 años, si no contaba mal, para que las palabras de ambos se mezclaran como a través de una vidriera?
    El resultado lo tiene el lector en la edición de «Tansonville», única, mágica y en cierto modo sobrenatural: ella canta y su voz se eleva hasta la de su padre en uno de esos duetos imposibles que sólo puede hacer realidad la poesía.
    Cuando el libro estuvo listo, caliente como un pan, oloroso de tinta, tomé un AVE para ir a conocerla. Pero esto, porque no tengo de las mías, he de decirlo con palabras de Proust: Me pareció muy bella, plena aún de esperanza, sonriente... Hecha con los mismos años que yo había perdido. Parecida a mi juventud.

(Eduardo Fraile)