Las palabras son soledad (Henry
Miller). Las palabras que salen a buscar el camino de regreso, las palabras que
parten a conquistar tierras lejanas, las palabras que nos decimos para evitar
la noche (o para que no llegue nunca a amanecer). Mi hermano Jerónimo
Rodríguez. Le gustaba Henry Miller ya desde que ambos nos lanzamos a la
aventura de las palabras infinitas, o a la aventura infinita de escribir
novelas (él) y poemas (yo mismo). Es decir, por ahí por los 17 o 18 años de
nuestra edad. Fuimos compañeros de colegio, y luego yo iba a verle a Burgos en
el tren y él venía a Valladolid o a Castrodeza, y nos enseñábamos aquellas
páginas llenas de maravillas incipientes y novísimas, poseíadas por la
ingenuidad y la genialidad de quienes se apuestan a sí mismos por completo.
Dábamos miedo, o pena, o envidia, qué sé yo. Así que en cierto modo llevamos
vidas paralelas (como las vías del tren) y cada uno iba teniendo sus novias y
sus libros, y el rito de visitarnos cada cuanto o cada tanto. Las últimas veces
que nos vimos en Burgos él tenía una buhardilla en Cardenal Segura (junto a la
Catedral), y se podía uno sentar en las tejas del tejado saliendo por la
ventana de la cocina. Y en estas se casó con una colombiana (él, que siendo de
Royuela de Río Franco tenía rasgos de indio del Amazonas: el indio Jerónimo, le
llamábamos en clase). Y vendió la buhardilla y se fueron a Cali, en el valle
del Cauca, y tuvieron una hija (Leda) y todo fue de maravilla unos años, hasta que
las cosas se jodieron (y así es como se dice aquí y allá, en Román paladino y
en narco del cártel de Pablo Escobar).
A partir de aquí puede el lector
imaginarse la historia de separación más complicada y peligrosa (y dolorosa y
tristísima) posible. No se le acercará. Yo no sabría escribirla (ni él mismo,
supongo, y por eso la sufrió). La realidad siempre supera a la ficción. O la
Naturaleza imita al Arte. No volvió a ver a su hija y todos esos años vivió en
Canarias (Tenerife, Los Rodeos) primero, y luego Madrid, sobreviviendo con trabajos
de seguridad privada por las noches y escribiendo por el día sus diarios y sus
relatos de ambos mundos… Nos vimos varias veces, sobre todo en los días de la
Feria del Libro, y alguna noche dormí en sus casas sucesivas de Malasaña (Divino
Pastor, Monteleón, Galería de Robles). Comíamos en esos restaurantitos
insólitos que todavía brotan por esas calles, y luego yo me iba a Chamartín. El
tren, siempre el tren uniéndonos y separándonos, trayendo y llevando nuestros
sueños a través de renglones inflexibles, sin fin.
La última vez (ya habían pasado los
años, y su hija andaría muy cerca de los 18) me contó que tras el verano
pensaba volver a Colombia, a la aventura, y buscarla.
─Dejaré la casa, me despediré del curro y
haré el viaje siguiendo la ruta de Humboldt. (Las últimas cosas que me dio a
leer eran biografías de personajes históricos, a la manera de Zweig, y Humboldt
le atraía muy especialmente.) Me acompañó a la estación y al despedirnos en el
andén del AVE me dijo: ─Bueno, quizá esta
sea la última vez que nos veamos. Hoy esas palabras resuenan en su justa
solemnidad. Traté entonces de restarles dramatismo, pero sonaron a Largo Adiós
de Raymond Chandler y le deseé lo mejor en su búsqueda: ─Ya verás como todo va a ir bien.
No volvimos a saber nada de él (ese
verano, antes de iniciar el viaje estuvo unas semanas en el pueblo, ordenando
sus libros, sus papeles, en la estantería grande que le ayudé a construir en
1981, según me han dicho después). Han pasado tres años sin ninguna noticia,
sin dar señales de vida. No llamó ─ni a mí ni a nadie de su familia, ni
siquiera en Navidades o fechas señaladas─. De repente su hija comenzó a
buscarle por Internet, incluso vino a España a preguntar, a recordar quizá sus
primeros años… La cosa no pintaba bien. Él nunca tuvo sensación de peligro
mientras vivió por allá (quizá sí cuando las cosas se torcieron) y nos decía
que la situación se veía desde España más exagerada de lo que era. Le gustaban
aquellos paisajes exuberantes donde tan naturalmente encajaban sus facciones y
solía adentrarse solo en la populosa soledad de la selva. La catedral de
palabras carnosas ─carnívoras, mejor─ que crecían a cada paso, como dichas por
él esos primeros años en que fuimos quijotes, héroes, santos, conquistadores,
poetas…
Eduardo
Fraile