sábado, 25 de noviembre de 2017

El año del búho

El año se divide en dos partes simétricas: los meses
de las golondrinas y los meses del búho. De mitad de septiembre
a mediados de marzo, es el reino del búho. Se diría
que ambas especies fuesen incompatible, o que se repartieran
amistosamente el espacio (o el tiempo, mejor dicho) en mi corral
de Castrodeza. Durante el verano
le echo de menos a él, e imagino dónde se refugia
del calor. O quizá sólo sale a cazar en las horas de la noche…
Ya por el mes de octubre, incluso en este otoño prolongadamente estival,
el búho se instala en las ramas del almendro
y me mira. Me observa. Me ve…
hasta que le descubro disfrazado de corteza desprendiéndose
del tronco, y entonces se echa a volar
discretamente.
Lo excepcional, lo insólito, porque lo contemplo por primera vez,
es que hoy ha levantado el vuelo
en pareja.


Eduardo Fraile

sábado, 18 de noviembre de 2017

Inés

Mis ojos te descubren entre la multitud. Brillas
con una luz distinta. Aunque yo no quisiera
mirarte, ¿cómo saldría del laberinto de la noche
sin que me lleves de la mano? Te veo
y el universo comienza a sonreír.
Y amanece.

*

Mis ojos te descubren entre la multitud. Incluso antes
de que yo les ordene como a perros
rastreadores:¡buscadla!, te han hallado ya.
La velocidad del deseo > la velocidad de la luz.

*

Mis ojos te descubren entre la multitud.
¿Qué les lleva hacia ti? ¿Hay una fuerza
de gravitación de las miradas? ¿Cómo formularíamos
esa Ley? Te encuentro como una aguja de oro
en el pajar del universo. Pero tú ya me mirabas a mí…


Eduardo Fraile

sábado, 11 de noviembre de 2017

Los que ligaban tanto

         Quiero acordarme hoy de aquellos que ligaban mucho y a los que yo, que hacía horas y horas en el Café La Luna (la primera Luna de Tony, entre el 79 y el 83), observaba con atención y con envidia cochina. Y me iba dando cuenta de que eso de ligar era para ellos una especie de sacerdocio, vamos, como para mí la poesía, y que ponían en ello pasión (vocación), pero sobre todo dedicación. Dedicación exclusiva. El genio es una larga paciencia (Baudelaire, creo).
         Con estupor, con espanto casi, y hasta con rubor que me calentaba las orejas que sostenían el laurel de mis metáforas, les veía cada día con una (cada día con otra) chica distinta, guapas a rabiar, perturbadoras y desestructurantes. ¿De dónde las sacaban? Y meditaba yo mucho sobre el hecho evidente de que seguramente no las merecieran, y que esto no era cuestión de cualidades (ser guapo, o encantador, o tener éxito o dinero…) ¿Qué veían en ellos? ¿Cuál era su secreto?
          Con alguno incluso llegué a hablar tiempo después, cuando yo también quizás era observado por otros que pensarían de mí cosas parecidas. Y durante unos años ligué lo mío, aunque me esté mal el decirlo. Pero yo tuve que tomar una decisión (o es el destino ─o el azar─ el que decide por nosotros).
        Tiene Proust una maravillosa digresión en algún momento de su obra, y que suscribo con mi vida totalmente, relativa a nuestra querida o buscada o elegida o aceptada soledad. Nos hemos dedicado a los libros y todos los días volvemos a casa con libros de la mano (algunos comprados en las librerías, otros que alguien nos ha regalado con su firma), y al abrir el buzón quizá nos espere alguno más, que algún autor novel o alguna editorial nos envían. Si toda esa dedicación la hubiésemos puesto en las mujeres ─y en mi caso he gastado también en ellas, en su compañía o en su ausencia, buena parte de mi tiempo─ todos los días volveríamos a casa con alguna maravillosa criatura de la mano.
          Hoy he vuelto a casa doblemente solo. Con libros, efectivamente. Pero me he cruzado en la calle Mantería (muy cerca de La Luna, ay, que ya cerró el pasado mes de julio y espera resignada su demolición) con uno de aquellos tíos que ligaban tanto. Y tan bien. Estaba igual. Con 35 años más, con el pelo blanco, pero igual, con la misma actitud. Y una milésima de segundo nuestras miradas se han cruzado, reconociéndose. Estoy seguro que él también habrá pensado alguna vez en mí, a lo largo de todos estos años. O quizá no. Quizá tenga alguno de mis libros y recuerde los días ─las noches─ de nuestra juventud. Nunca supe su nombre. No le había vuelto a ver desde el siglo pasado…digamos, quizá, desde que entré en mi celda, en mi estudio, y me puse a hacer aquello que tenía que hacer. ¡Joder, el poeta!, se habrá dicho, asustado de los años que han pasado por mí. No por él, en efecto. Estaba igual… Pero algo faltaba en su retrato milagroso de Dorian Gray: estaba solo.


Eduardo Fraile

sábado, 4 de noviembre de 2017

Jerónimo Rodríguez

            Las palabras son soledad (Henry Miller). Las palabras que salen a buscar el camino de regreso, las palabras que parten a conquistar tierras lejanas, las palabras que nos decimos para evitar la noche (o para que no llegue nunca a amanecer). Mi hermano Jerónimo Rodríguez. Le gustaba Henry Miller ya desde que ambos nos lanzamos a la aventura de las palabras infinitas, o a la aventura infinita de escribir novelas (él) y poemas (yo mismo). Es decir, por ahí por los 17 o 18 años de nuestra edad. Fuimos compañeros de colegio, y luego yo iba a verle a Burgos en el tren y él venía a Valladolid o a Castrodeza, y nos enseñábamos aquellas páginas llenas de maravillas incipientes y novísimas, poseíadas por la ingenuidad y la genialidad de quienes se apuestan a sí mismos por completo. Dábamos miedo, o pena, o envidia, qué sé yo. Así que en cierto modo llevamos vidas paralelas (como las vías del tren) y cada uno iba teniendo sus novias y sus libros, y el rito de visitarnos cada cuanto o cada tanto. Las últimas veces que nos vimos en Burgos él tenía una buhardilla en Cardenal Segura (junto a la Catedral), y se podía uno sentar en las tejas del tejado saliendo por la ventana de la cocina. Y en estas se casó con una colombiana (él, que siendo de Royuela de Río Franco tenía rasgos de indio del Amazonas: el indio Jerónimo, le llamábamos en clase). Y vendió la buhardilla y se fueron a Cali, en el valle del Cauca, y tuvieron una hija (Leda) y todo fue de maravilla unos años, hasta que las cosas se jodieron (y así es como se dice aquí y allá, en Román paladino y en narco del cártel de Pablo Escobar).
           A partir de aquí puede el lector imaginarse la historia de separación más complicada y peligrosa (y dolorosa y tristísima) posible. No se le acercará. Yo no sabría escribirla (ni él mismo, supongo, y por eso la sufrió). La realidad siempre supera a la ficción. O la Naturaleza imita al Arte. No volvió a ver a su hija y todos esos años vivió en Canarias (Tenerife, Los Rodeos) primero, y luego Madrid, sobreviviendo con trabajos de seguridad privada por las noches y escribiendo por el día sus diarios y sus relatos de ambos mundos… Nos vimos varias veces, sobre todo en los días de la Feria del Libro, y alguna noche dormí en sus casas sucesivas de Malasaña (Divino Pastor, Monteleón, Galería de Robles). Comíamos en esos restaurantitos insólitos que todavía brotan por esas calles, y luego yo me iba a Chamartín. El tren, siempre el tren uniéndonos y separándonos, trayendo y llevando nuestros sueños a través de renglones inflexibles, sin fin.
           La última vez (ya habían pasado los años, y su hija andaría muy cerca de los 18) me contó que tras el verano pensaba volver a Colombia, a la aventura, y buscarla.
Dejaré la casa, me despediré del curro y haré el viaje siguiendo la ruta de Humboldt. (Las últimas cosas que me dio a leer eran biografías de personajes históricos, a la manera de Zweig, y Humboldt le atraía muy especialmente.) Me acompañó a la estación y al despedirnos en el andén del AVE me dijo: ─Bueno, quizá esta sea la última vez que nos veamos. Hoy esas palabras resuenan en su justa solemnidad. Traté entonces de restarles dramatismo, pero sonaron a Largo Adiós de Raymond Chandler y le deseé lo mejor en su búsqueda: ─Ya verás como todo va a ir bien.
            No volvimos a saber nada de él (ese verano, antes de iniciar el viaje estuvo unas semanas en el pueblo, ordenando sus libros, sus papeles, en la estantería grande que le ayudé a construir en 1981, según me han dicho después). Han pasado tres años sin ninguna noticia, sin dar señales de vida. No llamó ─ni a mí ni a nadie de su familia, ni siquiera en Navidades o fechas señaladas─. De repente su hija comenzó a buscarle por Internet, incluso vino a España a preguntar, a recordar quizá sus primeros años… La cosa no pintaba bien. Él nunca tuvo sensación de peligro mientras vivió por allá (quizá sí cuando las cosas se torcieron) y nos decía que la situación se veía desde España más exagerada de lo que era. Le gustaban aquellos paisajes exuberantes donde tan naturalmente encajaban sus facciones y solía adentrarse solo en la populosa soledad de la selva. La catedral de palabras carnosas ─carnívoras, mejor─ que crecían a cada paso, como dichas por él esos primeros años en que fuimos quijotes, héroes, santos, conquistadores, poetas…


Eduardo Fraile