Hace mucho que no voy por allí,
donde el mejor de mis yoes sigue escribiendo sus primeros poemas, sus primeros
delirios, sus primeros amores… Han pasado los años, y sólo quedaba en la plaza
de la Cruz Verde este edificio por tirar. La verdad es que en las fotos de los
periódicos sí se le nota cierta decrepitud que no veíamos los vallisoletanos,
acostumbrados a esta esquina con fuente y con quiosco, y con un buzón de
correos que casi nadie usa ya.
Mi primer libro, Ningún otoño es amar… se vendía aquí a
150 pesetas. La verdad es que hacía muchas horas en la Luna, que es donde debe
estar todo poeta. Besos, cafés, una deliciosa telaraña de relaciones que hoy
son recuerdos. Tony, el elegante jefe, con su bigote rubio de marino
extranjero, que convirtió la taberna El
Segoviano en un espacio donde pude quedarme para siempre.
─Hasta
mañana, poeta.
Cómo no iba a haber un poeta en La
Luna. Tony venía de Asturias, era aparejador, y llevaba el negocio con esa
distinción de los príncipes que descienden a las cocinas de palacio. Y Nines,
la luminosa camarera de la que medio Valladolid anduvo secretamente enamorado.
Estuve muchos años residiendo en La Luna, ya digo. Luego dejé de ir, no sé por
qué. Tony traspasó el negocio a Coral y Arturo, y yo debí entrar en el
contrato, me consta, me trataban muy bien, quizá excesivamente bien. Incluso junto con El Minotauro, otro café que abrió poco después, editaron mi segunda
publicación: NOPOEMA.
A veces me llegaban noticias de
Tony, que había vuelto a su tierra de verdes esmeralda y de profundos azules.
Que había preguntado por mí y eso, que cómo iban mis libros, que fuera a verle
al mar, que tenía un barco para acariciar esas olas de verdad que yo hacía sólo
con las palabras. Años después, ya en otro siglo, en una caseta de la Feria del
Libro, una mujer muy hermosa a quien en un principio no reconocí, me dijo:
─Soy
Ana, ¿me recuerdas? La novia de Tony, de La Luna…
Ella también había dejado la ciudad,
era profesora, no sé, tampoco había vuelto a verle, pero quizá era eso lo que
nos unía en un pasado que ya empezaba a ser futuro, y mientras le dedicaba Teoría de la Luz una lágrima cayó sobre
la tinta de la pluma que ellos me regalaron 20, 22 años atrás, cuando todo era
eterno porque todo estaba aún por suceder, publicar libros, ser amados sin fin
por aquellos ángeles inconsútiles que pasaban por nuestro corazón…
Cae La Luna. Las excavadoras
morderán mañana su cara oculta, con la señal de la bala de Méliés, de Julio
Verne, con las marcas invisibles del paso de todos nosotros.
Eduardo Fraile