No
nos gustaba bailar (nos parecía una estupidez
de
tomo y lomo). Pero llegaría el momento en que las chicas
(alguna
sobre todo) comenzaran a adueñarse del tormento
y
del éxtasis, de la esperanza y del sueño
y
el apetito (y de la falta del apetito y el sueño)
de
nuestro corazón. Aquellos seres
con
coletas, que nos estorbaban en los juegos
y
a los que aborrecíamos profundamente, empezaron a constituirse
en
el centro de todo. ¿Cómo podía ser,
cómo
podía haber sido? Ése era el gran misterio
de
nuestra adolescencia. Y resulta que una de las mejores maneras
de
tocar a esos entes ahora maravillosos, era bailando
con
ellas. Que nos seguía pareciendo ridículo, pero cómo sería
la
cosa, que estábamos dispuestos a caer en ese pozo
insondable,
y donde hiciera falta, para estar entre los brazos
de
la propietaria de aquellas alas anaranjadas.
En
eso debía consistir la Teoría de la relatividad
de
Einstein. Y empezábamos también a querer ir a las fiestas
de
los pueblos vecinos: a Wamba, a Torre, a Peñaflor, a Ciguñuela…
y
a Villanubla, que eran a primeros de septiembre,
con
el curso a punto de comenzar. A la angustia
del
final del verano, de la vuelta a la ciudad,
del
brotar en las eras desiertas de los quitadesayunos,
se
sumaba ahora una nueva forma de tortura interior:
el
enamoramiento. Dios, qué difícil
se
estaba poniendo esto de vivir.
Eduardo Fraile
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