sábado, 10 de septiembre de 2016

Las fiestas

No nos gustaba bailar (nos parecía una estupidez
de tomo y lomo). Pero llegaría el momento en que las chicas
(alguna sobre todo) comenzaran a adueñarse del tormento
y del éxtasis, de la esperanza y del sueño
y el apetito (y de la falta del apetito y el sueño)
de nuestro corazón. Aquellos seres
con coletas, que nos estorbaban en los juegos
y a los que aborrecíamos profundamente, empezaron a constituirse
en el centro de todo. ¿Cómo podía ser,
cómo podía haber sido? Ése era el gran misterio
de nuestra adolescencia. Y resulta que una de las mejores maneras
de tocar a esos entes ahora maravillosos, era bailando
con ellas. Que nos seguía pareciendo ridículo, pero cómo sería
la cosa, que estábamos dispuestos a caer en ese pozo
insondable, y donde hiciera falta, para estar entre los brazos
de la propietaria de aquellas alas anaranjadas.
En eso debía consistir la Teoría de la relatividad
de Einstein. Y empezábamos también a querer ir a las fiestas
de los pueblos vecinos: a Wamba, a Torre, a Peñaflor, a Ciguñuela…
y a Villanubla, que eran a primeros de septiembre,
con el curso a punto de comenzar. A la angustia
del final del verano, de la vuelta a la ciudad,
del brotar en las eras desiertas de los quitadesayunos,
se sumaba ahora una nueva forma de tortura interior:
el enamoramiento. Dios, qué difícil
se estaba poniendo esto de vivir.


Eduardo Fraile

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