De una reciente biografía de
Cervantes me llama la atención un detalle menor: vemos en un momento dado al
autor del Quijote en Sevilla, en una subasta de libros, donde adquiere varios
volúmenes lujosos a un precio no barato. Quizá, de todo el libro de Jordi
Gracia, Cervantes, la conquista de la
ironía, esta imagen del primero de nuestros ángeles civiles pujando por un
lote posiblemente de una biblioteca privada, sea lo que más agradezco. Una
instantánea de Cervantes bibliófilo (y bibliófilo pobre), gastándose quizá unos
dineros excesivos (para su peculio, y para el propio valor de las cosas en ese
momento de su vida), que seguramente le harán falta para destinos de más
provecho, aunque lo que aquí se nos declara es a alguien poseído por el deseo
de las cosas físicas, de los objetos bellos, y más si son libros que admira. O
sea que está acorriendo al provecho del espíritu, cuando acaso pasa necesidad.
Y se gasta 18 reales en cuatro libritos dorados de escritura
francesa, lo que me llena de emoción, pues me reconozco en él cuando yo
mismo en el Rastro, y en las librerías de viejo o de ocasión, compro libros en
francés a más que muy buen precio, pues ya nadie lee la hermosa lengua de
Montaigne, persuadidos como están mis contemporáneos de que el bárbaro inglés
les ha de resultar de más provecho. Y además se gasta otros 30 reales en una
historia de Santo Domingo, que luego usará para documentar una comedia. Le
acompaña Agustín Espinel, que es pagador del servicio de abastos, o sea que
quizá Cervantes ha cobrado ─o tiene la esperanza de cobrar─ algún atraso de sus
servicios al Rey.
Cómo disfruto viéndole acariciar, ya
en soledad, el papel de esos libros, su delicada hilatura, el crujiente
palpitar de unas alas con las que vuela por las regiones del aire, como su
héroe, por cierto, al que subirá a un caballo de madera, pero esta es otra
historia que aún no ha comenzado a escribir ─estamos en 1590─ pero que ya le
ronda o le va a rondar o anda rondando la redondez de las estrellas.
Eduardo Fraile
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