viernes, 31 de marzo de 2017
sábado, 25 de marzo de 2017
Me asomo a la ventana y pasa un ángel
Este verso, que creo que es mío, de Teoría de la luz, da título a un libro
(¿mío también?) que se presenta hoy, día de la Anunciación. Ese libro recoge
buena parte de los textos de este blog, que comenzó siendo una columna en un
periódico. Soy de la generación del papel, así que ver estos renglones
volanderos de cada sábado impresos y encuadernados a la antigua usanza, los
reviste de realidad incluso para mí, que soy su autor.
Y se presenta ese libro en una sala
que lleva también mi nombre, en el Colegio La Salle de Valladolid. Agradezco
infinitamente a mi colegio que no
haya esperado a hacerme ese regalo cuando suelen hacerse estas cosas en España,
es decir, cuando el homenajeado ya no puede estar presente, por compromisos
adquiridos con la muerte con anterioridad. Así que mi manera de corresponder es
usarla, espero que bien, cuando tenga un libro que presentar.
Este libro, este blog, esta columna,
tratan un poco ─todo, en realidad─ de la mirada. De mi mirada. De en qué cosas
se entretiene mi curiosidad, de cuáles son mis devociones. Dice mi hermano
Óscar Esquivias en el prólogo que este libro es, en cierto modo, un devocionario, en el sentido de que
refleja e intenta compartir esas cosas queridas, buscadas, acariciadas,
frecuentadas, recreadas, amadas, en definitiva, por mí. Las cosas en las que se
fija mi atención, esa atención infinita que es uno de los nombres del amor.
Me asomo a la ventana y pasa un
ángel. No vemos lo que vemos, sino lo que
somos, dice Fernando Pessoa. Y a veces no nos queda otro remedio que bajar ─que
subir─ y seguir por la calle ─por el aire─ la estela de ese vuelo…
Si estuvierais por aquí, acercaos.
Eduardo Fraile
(fotografía: Txema Ruiz de Gordejuela)
(fotografía: Txema Ruiz de Gordejuela)
martes, 21 de marzo de 2017
sábado, 18 de marzo de 2017
Calle Porvenir III
Si prolongamos la calle Industrias
en dirección norte, como hacia los Vadillos, la calle Porvenir nos recibe hoy
sin el olor a manzanas en fermentación de la Destilería. Los portones verdes
siguen ahí, en la acera de la derecha, como testigos mudos de un mundo que
pasó. El alquitrán, las sardinas arenques a la puerta de las innumerables
tiendas de ultramarinos, las bodegas, las sidrerías, las imprentas, con su
tinta densísima y sus máquinas bien engrasadas… Todo olía fuerte, nos picaba en
la nariz, y el piñero pasaba en un remolque con redes lleno de piñas, tirado
por una mula torda. ¡El piñeroooooo!
Y casi no hacía falta que pregonara el piñero sus piñas, porque ya perfumaban
toda la calle Industrias, y abríamos las ventanas para respirar ese aire verde
y lleno de salud.
Hoy mi calle no huele a nada de
provecho. Un poco a pan en las mañanas, cuando los repartidores dejan sus
jaulas de barras de riche en el despacho de Rosa Mary. Ahí, en esa cola estoy
yo, escribiendo un poema del libro Quién
mató a Kennedy y por qué, donde se anuncia la crisis que los economistas y
los políticos no vieron venir, pero un poeta sí. El poema se titula Las colas del pan, 24 de marzo de 2006.
Las barras costaban 29 céntimos y mi calle parecía una estampa de la Guerra
Fría o de nuestra propia posguerra: las cartillas de racionamiento y las colas
del pan que vivieron nuestros padres… La gente estaba aquí para ahorrarse tres
o cuatro céntimos, y venían desde barrios extremos, y bien se veía que lo
hacían por necesidad. Esa cola olía a pobreza, a moho, a gente mal vestida
dignamente, a jubilados que habían madrugado para venir a pie por media barra,
y había varios perros en silencio, casi en oración, todos quietos y como
comprendiéndolo todo.
Pan candeal. Pan de Valladolid. Aquí
venían por el pan los madrileños señoritos. Panes lechuguinos y tortas y
molletas barnizadas de aceite, y fabiolas
y pistolas (ellos llamaban así a las
barras de pan y a las barras de riche). Digo ellos, pero ellos también soy yo,
también éramos nosotros, que vinimos a vivir a esta calle tras el verano de
1968… Ay, qué lejos está la panadería del señor Pepe, en nuestro barrio de
Madrid, qué lejos sus grajeas de colores y las huchas donde le guardábamos
perras gordas y perras chicas y las monedas color miel de dos reales… Qué lejos
San Telesforo (o qué cerca de mí, si bien se mira), el aire de Velázquez y la
luz no usada nunca de Fray Luis.
Eduardo Fraile
sábado, 11 de marzo de 2017
Adivinanza
¿Dónde
se esconde la reina de corazones?
¿Dónde
se esconde
el
pájaro que abandona el árbol de doradas vestiduras?
¿Qué
licor ha libado de qué frutos,
de
qué flores, de qué aguas llenas de peces de colores?
¿Ha
sentido el aliento de alguna presencia peligrosa
y
por eso ha buscado socorro en la invisibilidad?
¿Dónde
está el pájaro del amor
esquivo
con los cazadores de escopetas refulgentes?
¿Dónde
le buscaré? ¿Dónde la buscaré?
¿Querrá
ella ser hallada? ¿Querrá él
ser
capturado por mí?
Eduardo Fraile
sábado, 4 de marzo de 2017
Regalo de cumpleaños
Este sábado es mi cumpleaños, y voy a
recordar otro sábado igual de 1989 (la noche de ese sábado, más bien). Porque
esa noche quería volver a ver a la chica del Farolito. La veía en otros bares
también, en el Metropole de Toño y en el Café del Val sobre todo, y la última
vez ya nos habíamos sonreído francamente, de tú a tú, de una esquina a otra de
la barra en U del Farolito, solo que yo estaba acompañado y ella con sus
amigas, pero en esa mirada estaba todo lo que no se podía decir con palabras, y
desde entonces, aun sin habernos presentado todavía, pisaba yo con una extraña
seguridad la tarima de la cubierta del barco… de la cáscara de nuez a la
deriva, mejor dicho, que barco era mucho suponer… de mi vida.
Salí como a las 12 de la noche del hotel
Olid Meliá, donde trabajaba en el restaurante, y bajé por la plaza de los Arces
y Rúa Oscura hasta Macías Picavea. Entré en el Duende de José Manuel Catón (le
recuerdo en la columna "Oscuridad", de hace un año o así) y me tomé
una cerveza con Tomás, que trabajaba en la recepción del hotel y seguramente
tenía turno de noche, o quizá no y me acompañaría un rato más hacia el Nivel o
la Telaraña o el Europa-Delicias… Se nos daban bien las chicas a dúo, ligábamos
lo que no está escrito, pero hoy yo tenía una misión, y casi agradecí que
tuviera que trabajar.
─Si ligas, ya sabes… podéis venir al
hotel…
Bajé la escalera del Paralelo, ya en la
plaza de Cantarranas, tumultuosa y zozobrante también. Las chicas del Paralelo
eran altas y muy elegantes. No sé cómo hacían para no arrugarse la ropa entre
aquella marea de cuerpos que las deseaban. Me bebí una Coronita mientras miraba
a ver si estaba allí la chica que me había robado el corazón dos o tres semanas
antes, la verdad es que se la había tragado la ciudad, la gripe, los viajes,
los exámenes, qué sé yo. Parecía que el habernos sonreído aquella noche, ese
instante maravilloso y fundacional, la hubiera hecho desaparecer… Y volví a
salir a la plaza, sorteando las olas de humanidad ─que viene de humus, tierra─ hasta el Metropole, ya
con el corazón levemente acelerado, y allí (allí había que subir una escalera)
tampoco estaba ella, ni sus amigas, y yo no podía preguntarle a Toño por… ¿cómo
se llamaría? Su delgadez, su mirada infinita, que venía de torres de castillos
o de cuadros de Modigliani, de trovadores con laúd, de Lutecia o de Leticia o
de Florencia o de Helenia o de Claudia o de Lauria…
Todos esos lugares luego desaparecerían,
condenados por haber visto nuestro amor, fulminados por el fuego, por la lava
del Etna del olvido. Y desde allí, al Farolito. Entré sin mirar, como
fingiéndome pensando en otra cosa y con esa decisión de los habituales. Roberto
o Begoña, un gin-tonic de Gordon’s y pasear poco a poco la vista con los primeros
sorbos y no verla, y esperarla y no verla tras cada vaivén de la puerta y
saludar y besar y observar los relojes de barco en las paredes, o en las
muñecas de las actrices y las cantatrices que venían de sus espectáculos. Ay,
ay, ay. Ella tendría veinte o veintipocos (o veintipoquísimos). Y una pintora
que le triplicaría la edad me tomaba una mano y me la besaba con clarividencia:
─Poeta, ¿dónde se esconde tu Musa?
Logré zafarme al óleo y al alcohol y a las
tentaciones estupefacientes que sucedían en la escalera de caracol que bajaba
al almacén y a los lavabos, y recordé vagamente que era mi cumpleaños (o lo
había sido ya) y que mi regalo podía estar en el Café del Val, que era donde se
iba a tomar la última antes de que cerrara y ya hubiera que ir hacia las
discotecas: el Landó, el Subway, el Hippopotamus…
El Café del Val lo tenía Roberto, y ya no
era el café clásico que unos años antes pusiera una elegante mujer, Charo, que
luego desapareció en las islas (¿las Baleares? ¿el Peloponeso?). Roberto y su
socio (cuyo nombre ahora no recuerdo) le habían dado un toque ácido y house, con neones y columnas truncadas
bajando desde el techo hacia la mitad de la nada, y allí se daban cita las
chicas mejor despeinadas de la movida vallisoletana (las gallegas Chelo y
Marisol), y las novias oscuras y pálidas de los disc-jockeys, y las reinas de
la belleza no convencional, y las maravillosas, y los ángeles que ocultaban sus
alas en americanas hechas con telas de sofá, que era el caso de la chica que yo
esperaba ver y tampoco estaba allí, pero no sé, parecía que mi fe fuera
indestructible, otro gin-tonic, limón y derroche de elegancia en conversaciones
al oído y música minimalista.
La gente ya se iba. Veo al socio de
Roberto (¿Domingo? ¿Chomin, tal vez?) salir a correr la verja, dejando un metro
para que fuesen saliendo los retardatarios como yo, en la luz morada de la
barra con marcas redondas donde los vasos besan, y por donde algunas chicas de
risa cascabeleante y cabrilleante y derrochadora de oros y pétalos de rosas
multicolores querían entrar aún, entraban ya de hecho cuando yo iba a pagar, y
venían en mi dirección, decididas, una entre todas con chaqueta de tapicería de
sofá y una sonrisa donde tropezar y no terminar nunca de caer ya para siempre y
era ella.
Eduardo Fraile
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