sábado, 31 de marzo de 2018

Tony & Poeta

(Barra del Café La Luna. 11:30 de la mañana)

TONY:   Me he dado cuenta de que estás con esa chica tan guapa.
             Ten cuidado. Sus hermanos trafican, no sé, con todo lo que
             te puedas imaginar.

POETA: Algo me ha dicho ella de que le traen la ropa de Londres.

TONY:   Si sólo fueran Levi’s… Bueno, el caso es que ella parece
             maja y eso, pero la rodea un aura de peligro que me imagino
             que habrás notado con tus antenas hipersensibles.

POETA: Un aura de peligro… Joder, Tony, hablas como un novelista
             noir

TONY:   Y eso no es lo peor. Antes salía con un tío chungo que estuvo aquí
              la otra tarde. Ya os habíais ido los dos, y como que la andaba
              buscando. No me dio buena espina.

POETA: No es que estemos saliendo, pero todo ese misterio que tú llamas
             ˈaura de peligroˈ es como la otra mitad, la cara oscura de su
             atractivo. Y no me ha dejado entrar ahí.

TONY:   Ten cuidado, Poeta. Si necesitas algo, dímelo. Ella también me
             cae bien. Si queréis buscar un sitio para desaparecer una temporada,
             hasta que las cosas se aclaren… se podría arreglar.

POETA: Descuida. Lo hablaré con ella. No me parece para tanto, pero gracias.

TONY:  ¡Todo por el amor… y la poesía!


Eduardo Fraile




sábado, 24 de marzo de 2018

Suena una flauta


Llegamos a esta casa hacia el final del verano
del 67. Yo tenía 6 años
entonces, y esa primera noche
no dormí. A la angustia infantil de la vuelta al colegio
se sumaba el cambio de ciudad (Madrid
por Valladolid, que paradójicamente
me parecía más grande, más ruidosa
y más sucia: el Caos ) y la casa
nueva, aún no terminada del todo, con las escaleras
de ladrillo de obra, y por doquier
las herramientas de los albañiles…
Faltaba por colocar el ascensor (la mudanza
se hizo con poleas, por el balcón), los cristales
tachados con aspas blancas, como molinos de viento,
que mi madre tendría que limpiar la mañana siguiente…
Crecimos todos aquí, fuimos creciendo
en este piso de la calle Industrias, 15
(que entonces era 25-27), esquina con Bailarín
Vicente Escudero, como atestiguan unas marcas de lápiz
casi borradas ya por la mano del futuro…
Y en otros pisos, niños como nosotros
crecían a su vez, iban a los colegios,
y en el patio interior siempre había un guirigay
de voces, de aparatos de radio y de televisores
y, a veces, el sonido purísimo
de una flauta. Los ejercicios de música,
las flautas dulces de madera o de plástico
que nos compraban nuestras madres. El solfeo,
los cuadernos pautados, las veces que repetiríamos
aquellas melodías. Nos hicimos mayores,
nos fuimos. Yo volví. Los pisos se vendían
o se alquilaban a parejas muy jóvenes
cuyos hijos iniciaban la escolaridad…
Y de pronto una flauta
rompía ahora el silencio de las tardes
(un silencio cada vez más incomprensible)
con su pureza, con su sencillez
delicadísima. Y cambiaban
las melodías, pero siempre una flauta
surgía como una brizna verde (una brizna de oro
verde) cualquier tarde de la primavera…

Eduardo Fraile

sábado, 17 de marzo de 2018

Imán y poeta


(Habitación de hotel. Interior/noche)

IMÁN:  Pues sí que me tenías ganas, ¡uf! Quieto, descansa un poco. Va a amanecer
dentro de media hora. Luego pedimos que nos suban el desayuno.
POETA:Me comería un par de jabalíes, o mejor dos gacelas de las que pastan en los
valles de … ¿De dónde eran los valles del Cantar de los Cantares?
IMÁN:  Ay, poeta, ya sabía yo que manejarías tu lanza igual de bien que la pluma, de lo
que me has dado cumplida satisfacción.
POETA:Mejor no nos dormimos, sigue hablándome. ¿Hasta cuándo podemos quedarnos?
IMÁN:  Si quieres ampliamos la reserva y nos quedamos durmiendo todo el día, salimos
para cenar y volvemos a que termines de saciarte de mí.
POETA:¡Vale, perfecto!, pero no creo que me baste con dos noches.
IMÁN:  Confórmate por ahora. Ya te veía yo necesitado de saber lo que es bueno. Estoy
acostumbrada a notar en mí el deseo de los demás, pero el tuyo era distinto: un
bloque de estupor, un cubo de hormigón armado, como los de las escolleras.
POETA:Y entonces decidiste cortarte la trenza y vender tu vellocino de oro. Aunque con
el pelo así estás incluso más apetecible.
IMÁN:  ¿Y te imaginabas que debajo del abrigo…? Para, espera, vamos a… ¡No! ¡Sí!
¡Ay! Lueg…


Eduardo Fraile




sábado, 10 de marzo de 2018

Cosas que nunca creímos que llegaríamos a ver


Nosotros contemplamos, con nuestras caritas
de niños de 8 años, a Neil Armstrong
dar su pequeño pisotón sobre la Luna, así que nada
en adelante nos cogería por sorpresa, o eso creíamos nosotros,
y luego, efectivamente, se produjeron otros pasos
de ballet lunar, incluso alguna rodadura con extraños
todoterrenos blancos, pero tras el Apolo 15… ¿o 16?
Kaput, se acabó lo que se daba, y la NASA nos dejó con un palmo de narices,
huérfanos de otros mundos que se quedarían sin hollar
por el hombre. Marte, Venus,
que parecían accesibles, abordables, ofrecidos a nuestro apetito
voraz, resulta que no estaban maduros
todavía… Pero en la superficies de la Tierra
irían produciéndose cambios dignos de reseñar: las escaleras
mecánicas, por ejemplo, terror de nuestras madres
en un principio, o los teléfonos móviles
en el alborear del siglo XXI, y esa cosa tan parecida al Aleph
de Borges, que lo contenía todo (o que contenía el Todo,
mejor dicho, quizá) en sus redes de oro
y que llamamos Internet. Y los satélites
orbitando como lavadoras borrachas en torno del planeta
(de la planeta, dicho sea en francés), y que propiciaban cosas
impensables otrora, como saber el tiempo
que tardará en llegar el autobús a la parada donde estamos esperándole
o que una leve máquina nos guíe hasta una dirección
desconocida. Quizá en el fondo todo sea lo mismo
que en Elea o en Éfeso, Siracusa o Corinto,
cuando otros hombres daban también sus pasos en la arena
y se bañaban desnudos en el río del Tiempo…
Ellos también jugaban con la eternidad, y reían
imaginando posiblemente las consecuencias que acarrearían
sus descubrimientos en el improbable Futuro…
Si es que el Futuro no era una entelequia
también, o una tortuga a la que Aquiles, el de los pies ligeros, nunca
jamás daría alcance…

Eduardo Fraile

sábado, 3 de marzo de 2018

Imán


           De las Delicias venía una marea de belleza popular que atravesaba las vías del tren a través del estrecho túnel de Labradores. Tenía este túnel, tiene aún en la actualidad en pleno siglo XXI, un aire de refugio antiaéreo: las luces protegidas por toscos alambres, su estructura de bóveda baja, casi asfixiante, y el olor a grasa de locomotora, da igual que sean ahora los AVE los que transiten sobre nuestras cabezas. Y nosotros, que no vivimos la guerra, siempre que pensábamos en bombardeos nos imaginábamos dentro de ese túnel como del Metro de Madrid que no teníamos en Valladolid. Y esa marea dejaba en la plaza de la Cruz Verde algunas conchas de rara hermosura, y allí estaba La Luna, nuestro Café, para que se posaran. Creo que los astronautas de los Apolos volvían cargados de piedras lunares, que no sé cómo podían despegar con sus rudimentarias naves espaciales. No nos hacía falta ir allí a por algo fuera de serie, o de órbita, o de planeta… Lo teníamos en las mesas camilla del Café, o en la barra, esperando, que quizá miraban el reloj o no lo miraban, pero ya nos parecía asombroso que alguien hiciera esperar a chicas como aquellas.
           Cruzar aquel túnel al volver de noche a sus casas tenía que dar mucho miedo, así que, además de bellas, eran valientes, o su belleza tenía esa nota de riesgo y de aventura que las tornaba irresistibles. Una de aquellas musas de las Delicias se posó una tarde delicadamente junto a mí.
          ─Me he fijado en que siempre estás escribiendo. Déjame que me siente un poco aquí contigo. Creo que me han dado plantón.
          Y así supe su nombre de campana, su trenza larga y rubia, sus zapatos de chico. ′Me compro zapatos de chico, ando mejor, y como soy alta no me van mucho los tacones′. Lo cierto es que a su belleza le sentaba de maravilla ese contraste, porque también los vaqueros y las camisas que usaba (′son de Londres, me los traen mis hermanos′)… Santo Dios, y estaba de repente a mi lado, como un ángel recién caído en la Tierra que se hubiera puesto cualquier cosa para ocultar las alas, y todo el mundo nos miraba (la miraban a ella, preguntándose qué habría visto en mí).
             Yo también me fijaba en ti aunque no lo pareciera. Tienes Imán.
           Se había traído un vaso alto también, sin tacones, con un trozo de limón y algo transparente. En adelante no volví a verla acompañada. A veces se sentaba conmigo y otras veces ─esas otras veces iba más arreglada─ se bebía una tónica rápidamente y salía a la parada de taxis.
             Me empezaron a doler esos taxis incógnitos que se la llevaban seguramente a una cita que ya no quiso exhibir en nuestro Café. Porque ella lo bautizó así desde aquel primer impacto, contacto, lo que hubiera o hubiese sido aquella nuestra primera no-cita.

          Una tarde llegó especialmente insuperable: un abrigo rojo de entretiempo abotonado hasta el cuello, medias color humo (era la primera vez que le veía las piernas) y, esta vez sí, zapatos de señorita: negros, de medio tacón y hebilla grande y dorada sobre la puntera. Me empezó a batir fortísimamente el corazón, incluso al principio dudé si no sería ella, porque también llevaba el pelo suelto, muy corto ─¿dónde estaría su larga trenza, Dios?─, pero enseguida vino hacia mí con su vaso de tónica:
              ─¡Hola, poeta! Me he cortado la trenza, me han dado 25.000 pesetas.
            Y se había comprado ese abrigo ligerísimo, que parecía no pesar sobre su piel, y los zapatos de príncipe.
  ─Y luego nos vamos a ir a cenar tú y yo.

Eduardo Fraile