Ahora que tengo que ponerme las
gafas de leer
para cortarme las uñas,
recuerdo cuando tú me decías:
Hijo,
repásame esta mano (tus manos hermosísimas,
grandes y azules como ríos
soñando
con regresar, el fuselaje
de tus manos,
habría dicho Proust, aladas,
góticas,
de dedos cuya cúspide yo te
redondeaba
con las tijerinas…), que no
me ha quedado muy allá…
O en los últimos años, cuando
yo te cortaba
las uñas de los pies, y tú me
sonreías
con aquella dulzura capaz de
hacer añicos
los tiempos, las edades y la
cruel enfermedad,
y entonces tú eras de repente
aquella niña
de Castrodeza, que desde muy
temprano (puesto que la abuela
Evarista era albina y había
que ver bien) cumplía el mismo rito
de amorosa piedad,
semanalmente,
con su padre, el abuelo
Bernardino…
Todos los sábados por la tarde
iba Luisito
el barbero (que también era el
sacristán) a arreglarle:
sus mejillas de durísimas púas
de metal
quedaban como el mármol, tras
pasarle dos veces la navaja
y la piedra de alumbre, y
mientras él le enjabonaba
concienzudamente, mi madre iba
lavándole los pies en una palangana.
Luego se los secaba con un paño
y comenzaba a cortarle aquellas
uñas como de pedernal,
como chinas de trillo, con
precisión y una extraña, honda sabiduría,
pese a sus pocos años, pese a
su poca fuerza…
Así que en trozos recortados de
papel de periódico
iban quedándose sus pelos como
clavos
de herrar a las caballerías,
entre el blanco jabón, y en otra hoja,
extendida en el suelo para
apoyar los pies,
las excrecencias córneas de las
uñas
parecían limaduras de oro que
mi madre extraía
mágicamente de las raíces del
abuelo:
aquel árbol sentado
cuya raíz, cuyo ramaje eran
periódicamente acicalados
con oficio y amor.
Madre, no sé si alguna vez
alguien hará lo mismo
conmigo. Me da igual. Cuando te
fuiste
de la Tierra, yo te besé los
pies. Lloré
sobre ellos largamente con
estas mismas lágrimas
como letras cayendo
sobre el papel. Madre de pies
bonitos,
de manos como ríos que regresan
andando
de puntillas hasta mí, cada
noche…
Eduardo Fraile